El preocupante nivel de los futuros aspirantes a maestros

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Un aula vacía de la Escuela Rafael Alberti de Badalona.

Hace años que hay un amplio consenso sobre la necesidad de promover un gran cambio en el sistema educativo para impulsar a la sociedad catalana hacia cuotas más altas de progreso, entendido tanto en términos de mejora económica como cultural y científica, y de mayor igualdad de oportunidades. Si la necesidad sí que es ampliamente compartida, no hay unanimidad, en cambio, en la manera de lograrla. Experiencias puntuales exitosas se han sacado adelante muchas, y aun así en conjunto los resultados continúan siendo entre modestos y preocupantes. En todo caso, más allá de métodos, uno de los factores que siempre han estado encima de la mesa es intentar conseguir un cuerpo de maestros altamente calificados, como pasa en algunos de los países con mayor éxito educativo, por ejemplo Finlandia.

Pues bien, si atendemos a los resultados de las pruebas de aptitud personal (PAP), preceptivas desde 2017 para todos aquellos estudiantes que quieran cursar un grado educativo en cualquier universidad catalana, parece que estamos yendo hacia atrás, como los cangrejos: de un 30% de suspensos el primer año se pasó a un 40% los siguientes y ahora ha subido hasta el 50%. Y no se trata, precisamente, de unas pruebas difíciles. De hecho, son manifiestamente sencillas si realmente de lo que se trata es de imprimir talento a la profesión de maestro para subir el listón general. Solo garantizan un nivel mínimo, muy mínimo. Y, aun así, esta vez uno de cada dos aspirantes a futuro maestro no ha pasado la prueba. Los mismos examinadores han considerado decepcionantes los resultados y han levantado un grito de alerta: valoran como "significativa y alarmante" la bajada de aprobados y, además, hacen constar "el escaso hábito de lectura" de muchos estudiantes, incapaces de recordar algún libro leído –ni siquiera los obligatorios del bachillerato– y con "graves errores de comprensión lectora y expresión escrita", y ya no digamos de referentes culturales o sociales. En la parte matemática, las conclusiones no son mejores, con serias dificultades para interpretar gráficos publicados en medios de comunicación. En resumen: el nivel medio de los que aspiran a ser maestros es manifiestamente bajo.

Se impone, pues, una reflexión de fondo. Como creen los mismos evaluadores de las PAP, estos dos cursos afectados por la pandemia, con poca presencialidad, pueden haber empeorado la situación del bachillerato, con menos exigencia y más aprobados de lo habitual. Pero el problema es más de fondo: el nivel general de los estudiantes de ESO y bachillerato, no solo en términos académicos, sino de inquietud cultural o de motivación, no es en ningún caso el deseable. Si a esto añadimos que los más brillantes no acostumbran a decantarse por la profesión de maestro, entramos en un bucle. Romper este círculo vicioso es crucial. Porque, por muchas innovaciones, recursos y cambios que se introduzca en la escuela y en los institutos, sin buenos estudiantes que quieran ser buenos maestros, sin profesionales con una buena base educativa, inquietos y capaces, el futuro de la educación de este país no está garantizado. Prestigiar estos estudios y prestigiar la profesión tendría que ser una prioridad nacional. El resultado de las PAP de este año nos indican que hay que tomar medidas más valientes a todos los niveles si realmente queremos hacer posible una revolución educativa que relance nuestra sociedad.

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