Reapropiarnos de la palabra 'víctima'

El imaginario a menudo asociado a las víctimas puede hacer dudar de las mujeres que no encajen en este molde

Carla Vall I Aina Troncoso
3 min
Concentració de protesta aquest dilluns a Molins de Rei

En los últimos años ha habido una gran tendencia a esconder la palabra víctima en nuestro vocabulario, cambiándola por otras palabras: mujer agredida, mujer en situación de violencia... ¿Por qué?

Por un lado, por un pretexto que compartimos: ser víctima de una violencia relacionada con el género implica una vergüenza desintegrativa a nivel social. No es por el hecho de ser víctima sino por una serie de connotaciones negativas directamente asociadas al género y a la victimización femenina. Otros grupos de víctimas se reivindican en asociaciones, se reivindican ante los ayuntamientos, convocan besuqueadas populares o actúan como grupos de presión social potentes. En cambio, las víctimas de violencias de género o violencias sexuales saben que esta etiqueta va acompañada de un fuerte estigma social y por eso tienen grandes reticencias a mostrar su rostro en público: saben que su historia generará rechazo y que ellas serán juzgadas. Pero el hecho de negar el estadio de víctima tiene implicaciones sociales, jurídicas y, sobre todo, para la propia mujer.

Así pues, si escondemos la palabra víctima en las violencias de género y, especialmente, en las violencias sexuales es porque el imaginario social nos conduce a pensar que las mujeres que han experimentado estas violencias tienen parte de culpa, porque han aceptado esta violencia, o porque no se han sabido proteger, o porque no se han resistido lo suficiente.

Además, este imaginario compartido nos evoca un conjunto de cualidades asociadas a las mujeres que han sufrido violencias machistas: pensamos en las víctimas como mujeres débiles, vulnerables, frágiles, indefensas, rotas y destrozadas de por vida. Eso tiene varias implicaciones: cuando una mujer no encarna estos atributos puede llegar a pensar que lo que ella ha vivido no ha sido exactamente violencia, “puesto que yo no soy como las otras víctimas”, y esto dificulta la identificación de ellas mismas como víctimas y de la experiencia como violencia. Del mismo modo, si el entorno tiende a creer que hay una única manera de ser víctima, tendrá tendencia a dudar de cualquier mujer que no encaje en este molde y juzgará su relato.

Es curioso cómo alguien puede condenar de manera contundente las violencias que ocurren en el otro lado del mundo pero, en cambio, ejercer la duda cuando se encuentra con un caso cercano: ya sea porque la víctima no se adecúa al perfil que imagina, o porque no lo hace el agresor, o porque la historia de violencia no encaja con la manera en la que se piensa que estos hechos se producen.

Estos fenómenos sociales explicarían por qué las mujeres tardan tanto en comunicarlo a su entorno, especialmente en aquellos casos en los que presentan características de personalidad, de estatus, sociales o económicos, que se distancian de cómo nos imaginamos (erróneamente) que son las víctimas de violencias. Un estudio de este año de la subdelegación del gobierno central sobre las violencias de género mostraba que las mujeres víctimas de esta violencia tardan más de 8 años en denunciar, de media. El dato que despuntaba es que las mujeres que más tardan en denunciar son, precisamente, las que tienen una formación universitaria superior.

El hecho de ser víctima de un delito implica una serie de garantías, acceso a servicios y al ejercicio de derechos. A nivel jurídico, sin víctima, no hay autor, no hay hecho delictivo. A nivel simbólico solo tendría que implicar que se ha ejercido un daño hacia ti y que mereces una reparación. Tenemos que perderle el miedo a la palabra.

Las personas que acompañamos a mujeres que han sufrido violencias machistas nos encontramos con que a menudo verbalizan ideas como “yo no quiero ser vista como una víctima”, o expresan miedo a ser tratadas con condescendencia, con lástima, o a sufrir una especie de devaluación social. Vemos a diario cómo afloran la vergüenza, la culpa y el miedo, y parte de nuestro trabajo pasa por resignificar el término víctima.

Necesitamos reapropiarnos de esta palabra, porque la realidad necesita ser denominada. Para hacerlo tenemos que conseguir transmitir un mensaje tan obvio, tan sencillo y tan claro como este: haber sido víctima de violencia machista no dice nada malo de ti. Lo cierto es que todas las mujeres en una sociedad machista corremos el riesgo de sufrir situaciones de victimización; tanto en el ámbito público como en el privado las violencias se reproducen bajo un mismo patrón: el ejercicio de poder.

Necesitamos, como sociedad, desmontar este imaginario limitante alrededor de las víctimas de violencias machistas, porque si no somos capaces de detectar las situaciones de victimización a nivel social solo podemos reconocer la violencia de manera abstracta. Y entre todas tenemos que construir un contexto en el que la vergüenza, la culpa y el miedo la sientan aquellos que lo tienen que sentir: los hombres que ejercen violencias machistas.

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