Hablamos de la disciplina en las aulas
BarcelonaHablar de disciplina en las aulas es todavía hoy abrir un debate cargado de emociones y perspectivas a menudo opuestas. Que le digan a Mar Hurtado, presidenta de la Asociación de Maestros Rosa Sensat, después de sus palabras contra la disciplina en el programa La Selva en la televisión pública de Cataluña. Algunos la asocian a recuerdos de autoridad rígida, de silencios impuestos y castigos severos, mientras que otros la reivindican como condición imprescindible para el aprendizaje. Lo cierto es que, a lo largo del siglo XX e inicios del XXI, el concepto de disciplina en la escuela ha evolucionado de forma tan clara como lo han hecho las sociedades modernas.
A principios del siglo XX, el profesor era percibido casi como una figura de autoridad indiscutible, con un prestigio social que a menudo equiparaba su palabra a la de un sacerdote o un juez. La disciplina se fundamentaba en la obediencia: el alumnado escuchaba, repetía y callaba. El orden se mantenía con la distancia entre maestro y alumno, y la comunidad apoyaba esta jerarquía sin fisuras. Se valoraba más la docilidad que la creatividad, y el silencio en clase era símbolo de normalidad y de "buena educación".
Con la llegada de la democracia y la modernización del sistema educativo, la disciplina empezó a reinterpretarse. Se hizo hincapié en el diálogo, en la participación activa del alumnado y en la necesidad de construir un clima de confianza mutua. Se abandonaron los castigos físicos –afortunadamente–, se cuestionó la extrema rigidez y se abrió la puerta a metodologías más flexibles y motivadoras. Sin embargo, este cambio, positivo en muchos aspectos, también ha traído consecuencias imprevistas: cierta deslegitimación constante en el tiempo de la autoridad docente.
Pérdida de prestigio
En el siglo XXI el reto está claro: mantener el equilibrio entre una disciplina que no oprima y un ambiente de aprendizaje que no se convierta en caos. La sociedad actual, marcada por el ritmo acelerado, las nuevas tecnologías y una visión más horizontal de las relaciones, ha difuminado las fronteras de la autoridad. Sin embargo, esto ha coincidido con un fenómeno preocupante: la pérdida de prestigio de la labor docente. Lo que antes era una profesión respetada y casi venerada, hoy a menudo se ve cuestionada y menospreciada, que afecta en el peor de los casos, la seguridad física o salud mental de los docentes.
Este cambio de percepción social es clave para entender los debates actuales. Cuando la sociedad no confía plenamente en sus maestros, el mensaje que recibe el alumnado es que la norma y la autoridad pueden ignorarse sin consecuencias. No es de extrañar, pues, que muchos profesores expresen la sensación de luchar a contracorriente, intentando transmitir conocimiento en un entorno donde el orden y el respeto no siempre son garantizados o que, según datos de USTEC, uno de cada tres docentes se plantee dejar la profesión.
A pesar de las transformaciones, hay una verdad que no podemos ignorar: sin disciplina, no hay educación posible. En este sentido, psicólogos como Lev Vygotsky ya subrayaban la importancia del papel mediador del adulto y de las reglas compartidas para lograr un aprendizaje significativo. La disciplina, entendida como marco de convivencia y guía, es la condición que permite que el alumnado desarrolle todo su potencial. No se trata de volver al autoritarismo del pasado, sino de reconocer que los límites, normas y orden son necesarios para crear un espacio donde el conocimiento pueda florecer. La disciplina no es sinónimo de represión; es la base para aprender a convivir, a respetar a los demás ya desarrollar la autonomía personal.
Podríamos convenir que un alumno que crece sin normas difícilmente será un ciudadano capaz de asumir responsabilidades en el futuro. No podemos aspirar a formar a personas responsables, críticas y competentes si no entienden que la libertad siempre va acompañada de responsabilidad. Es necesario que la sociedad recupere el respeto por la tarea docente y entienda que el profesor no es un enemigo ni un simple "gestor de conocimientos", sino un guía esencial en la construcción de la ciudadanía.
En un mundo donde todo cambia con vértigo, la disciplina debería recuperarse como un pilar insustituible. No para mantener las aulas en silencio, sino para asegurar que este silencio, cuando es necesario, sirva para escuchar, pensar, volar la imaginación y crecer.