¿A quién debemos llamar para que nos salve de la nostalgia?

Cuando se estrenó Los cazafantasmas en 1984, no creo que ninguno de los implicados en el filme, empezando por sus protagonistas Bill Murray y Dan Aykroyd, esperaran que, cuarenta años después, la mezcla entre comedia y acción sobrenatural todavía daría señales de vida. Pero aquí los tenemos, poniéndose otra vez la rana de trabajo con entusiasmo desigual y compartiendo plan con los actores jóvenes que conocieron a Cazafantasmas: más allá. Como esa, Cazafantasmas: Imperio helado elige siempre la ruta más plácida del hacen service, ofreciendo espejismos de novedad, como el cariño casi romántico que nace entre el personaje de Mckenna Grace y el espectro de una adolescente, además de un gran reciclaje de ideas.

Lejos, muy lejos de la energía y el genuino sentido de la maravilla de su debut con el filme de animación Monster house, el director Gil Kenan busca la fórmula para contentar tanto al público veterano como a la generación que ha tenido su primer susto con Stranger things. De hecho, en teoría esta es una película hecha a medida para mí, un hombre cis hetero que de pequeño chalaba con el blockbuster de Ivan Reitman, almorzaba con la versión en dibujos animados y que tenía toda la línea de juguetes de la franquicia. Pero resulta que el espíritu del original lo detecto más en la versión dirigida por Paul Feig en 2016, que quizás no era muy exitosa, pero sí tenía intención de continuar un legado sin fotocopiarlo, pasando el relevo a Kristen Wiig y Kate McKinnon, actrices que, como Murray y Aykroyd, se formaron en la institución de la risa que es el programa Saturday night live. La bilis misógina que recibió el reparto femenino ha quedado como un caso de estudio de nostalgia tóxica, que da más miedo que cualquiera de las deidades del inframundo que causan estragos en Nueva York.