Marion Cotillard contra los hombres terribles

Una de las ideas más impresionantes de Little girl blue, el poliédrico y metacinematográfico docudrama que la cineasta francesa Mona Achache ha dedicado a su madre, la escritora y fotógrafa Carole Achache, es la naturaleza cíclica del abuso, descrito en el filme como una especie de maldición que se transmite irremediablemente de madres a hijas. Para resolver el enrevesado laberinto que es la vida y la muerte de su madre, que se suicidó en el 2016 a los 63 años, Achache hija no puede más que estirar el hilo del pasado hasta llegar a su abuela, editora y escritora Monique Lange, ya los hombres célebres, brillantes y terribles que destruyeron las vidas de ambas. Hombres con nombres corrientes –Jean, Juan– y apellidos prestigiosos –Jinete, Goytisolo– sobre los que Achache lanza un contundente J'accuse como perpetradores, propiciadores o cómplices de abuso infantil.

La acusación enseguida se convierte en el cuestionamiento de toda una clase intelectual que, en el París literario y bohemio de mediados del siglo pasado, obvió a las víctimas y justificó a unos abusadores a los que amparaba su aura de artistas geniales y, por tanto, intocables. La imagen de un laberinto se ajusta perfectamente a la original forma adoptada por Little girl blue, que se aleja de las estrategias habituales del documental biográfico para llevar a cabo una reflexión memorística que indaga de forma fragmentaria –a veces algo confusa– en la vida de Carole Achache, encarnada por una irreconocible Marion Cotillard. El filme utiliza materiales de todo tipo –periódicos, grabaciones de voz, fotografías, vídeos familiares–, así como recreaciones de instantes concretos en las que Cotillard se mimetiza con la protagonista en un impactante ejercicio interpretativo que parece más cercano a una sesión de espiritismo que en un trabajo actoral ortodoxo.