Un Nicolas Cage diabólico encarna al personaje más terrorífico del año

En la primera escena de Longlegos, Osgood Perkins le basta con encuadrar Nicolas Cage hasta la mitad inferior del rostro para crear auténtico combustible de pesadillas. No es mérito menor saber controlar y dosificar una presencia tan excesiva como la del protagonista de Leaving Las Vegas, que en el filme encarna al personaje titular, un fabricante de muñecas adorador del diablo y del glam rock, de gestualidad teatral y que se expresa con frases que parecen sacadas de una canción olvidada de T. Rex (justamente, el film se abre citando una letra de Marc Bolan). La simpatía de cierto imaginario musical por el demonio da un marco de referencia para el amaneramiento del malvado, una visión perturbadora de la ambigüedad sexual a través de la cual es posible que Perkins filtre y deforme el espectro de su padre, Anthony Perkins , que no sólo pasó a la historia como Norman Bates, el asesino travestido de Psicosis, sino que luchó contra su homosexualidad hasta morir a causa del sida en 1992.

Más que elaborar un discurso sobre sus traumas, el cineasta parece estar siguiendo hasta las últimas consecuencias las intuiciones que lo remueven, una poco como su protagonista, el asocial agente del FBI que interpreta a Maika Monroe, que investiga el críptico rastro de unos crímenes escalofriantes, guiada por impulsos psíquicos e irracionales. Esto tiñe el filme de una sensación permanente de horror existencial, de una densidad similar a los relatos de Thomas Ligotti, puesta en escena mediante imágenes oscuras, frías, agresivamente geométricas. Es difícil salir de este laberinto, y quizás por eso la película acusa una caída de tensión en el tercer acto, cuando se ve obligada a definir (y sobreexplicar) una maldad que acaba tomando la forma de un abyecto sacrificio de amor maternal.