Psicodelia y mitología rock en una Mallorca dibujada

Rock bottom es una obra que circula entre diversos lenguajes, estilos y disciplinas, por lo que resulta más sencillo determinar qué no es que identificar su naturaleza exacta. Para empezar, el filme de María Trénor no pretende ser un biopic de Robert Wyatt, y eso que la biografía del músico británico contiene un punto de giro dramático de aquellos que hacen salivar a los actores de Hollywood a la caza de premios: en 1973, fuertemente intoxicado en el transcurso de una fiesta, Wyatt se va precipitó al vacío desde un cuarto piso y se rompió la columna vertebral; quedó completamente paralizado de cintura hacia abajo. La convalecencia por el accidente coincidió con la grabación de su segundo disco en solitario, una obra maestra de introspección progresiva que ahora cede su título a Rock bottom.

El estreno de la película ha coincidido con el 50 aniversario del álbum, y por momentos parece que el objetivo de Trénor es crear una serie de piezas que recojan el espíritu visual de sus canciones sin il ilustrarlo literalmente, utilizando una animación por rotoscopia que evoca todos los tópicos de la estética psicodélica –un imaginario del que Wyatt fue contemporáneo pero resulta insuficiente para captarlo–, y, sobre todo, alzar el vuelo en paralelo a su universo lírico. Quizás a consecuencia de la lisergia fallida, los instantes más interesantes del filme son también los más terrenales: aquellos que el protagonista comparte con Alfreda Benge en Mallorca. Escenas de las ilusiones y crisis de una pareja de artistas que viven el espejismo de una utopía bohemia en una dictadura franquista que parece formar parte de una dimensión paralela. Es en este punto que Rock bottom se nos aparece como un reflejo animado de More, epitafio del sueño hippie que Barbet Schroeder filmó en Ibiza mientras Wyatt y Benge buscaban el sentido de su existencia en una isla vecina.