En órbita Picasso
“Lo ideal sería sacar chispas de un bloque de hielo”, explica Jaume Sabartés que dijo su amigo Picasso. Aún hoy seguimos maravillados ante una obra artística que se erigió en emblema del siglo xx por su capacidad de atrapar los sueños y delirios del momento, de reunir talento creativo y deseo colectivo. Esta identificación contemporánea con Picasso hizo de su arte la fisonomía de una época de ruptura, disonancias y nuevos hábitos de vida en unos años en los que se incubaba la modernidad. ¿Qué le pasó a la humanidad para reconocerse en este mosaico de pinturas que se nos muestran como un caleidoscopio de su momento, entre la descomposición y la resurrección del origen, de lo esencial?
Busco en Picasso entre mis libros: un volumen en particular, lamido por las llamas de un desgraciado incendio en la casa familiar de mi infancia, una edición memorable no sólo como recuerdo salvado del fuego, sino, sobre todo, por ser el primer libro de arte obsequio de mi padre. A mis pocos años no sólo fue una edición iniciática por sus imágenes de lajoie de vivre sino también porque entrelucí una joie du peintre. Confieso que desde ese incendio he adquirido y regalado cada ejemplar que voy encontrando de este libro, El mundo privado de Pablo Picasso, de David Douglas Duncan, el fotógrafo que logró capturar instantes sorprendentes rondando al artista en la intimidad de su casa-estudio durante las sesiones de trabajo, nocturnas oa pleno sol. Desde la portada del libro, donde aparece Picasso con bombín y máscara de clown, se nos abre, página a página, la puerta de La Californie para mostrarnos al artista pintando, bailando o celebrando la vida en una secuencia de fotos en blanco y negro que convoca a todos los colores. En su ecuador, a doble página, los ojos de un Picasso todo ojos.
En invierno de 1960 visité con algún familiar una de las exposiciones de la Sala Gaspar de Barcelona para las que Picasso realizaba dibujos que se convertirían en portadas de sus catálogos y carteles. Tengo un recuerdo vago de una de esas pinturas, que me sorprendió porque aparecía un toro sosteniendo una copa alzada en la mano. También rememoro a un perro dálmata punteado en negro sobre una mancha con reserva del propio blanco de la tela. Dudo que en esas exposiciones se vendieran obras al coleccionismo local, pero seguro que fueron un soplo de aire fresco en esas últimas décadas de la dictadura. Fuimos muchos quienes agradecimos el privilegio de contemplar obras recién salidas del estudio de Picasso. Un oasis de libertad y de sorpresa en aquella época descolorida.
Llegó tarde el film document El misterio Picasso, de Henri-Georges Clouzot, en el Publi Cinema del paseo de Gràcia, una sala de las que entonces se llamaban de arte y ensayo y que acogían, de forma semiencubierta y con cierta permisividad, proyecciones de filmes que, en tiempos de censura, nos llegaban del más allá y con años de retraso. Me fascinó visionar esa concatenación de imágenes pintadas por Picasso y las transformaciones de la tinta, con el pintor como único protagonista. Nos permitía asistir por primera vez al nacimiento de una obra suya trazo a trazo: un ramo de flores que se convierte en pez, al instante en gallo y al final aparece un fauno. Toda una celebración cinematográfica de la imagen pintada. Ya no eran esas primeras fotos del mundo “privado” de Picasso sino su latido en movimiento. Un pequeño detalle inolvidable: en un momento de la proyección se oía la voz del mismo minotauro en su laberinto de imágenes.
Un excepcional suceso picassiano ocurrió aquí mismo, en el Museu Picasso de Barcelona, donde hoy nos encontramos. Si en 1919 Picasso obsequiaba a Barcelona con El arlequín, su retrato del coreógrafo y bailarín Leónide Massine, mucho tiempo más tarde, en el convulso 1968, llegaron para quedarse Las Abuelas de Picasso desde La Californie, donde residían desde que el artista las pintó diez años antes. Recuerdo mis ojos adolescentes extasiados ante esa exposición en la que se presentaba la donación de Picasso en homenaje a su amigo Jaume Sabartés. Las Abuelas de Velázquez nos aparecían transfiguradas como todo un ejercicio de libertad pictórica que representaba a los personajes en su esencia, como presencias enigmáticas.
De aquel suceso disponemos de la crónica del propio Sabartés en su libro Las Meninas y la vida. Según explica, Picasso encargó una copia fotográfica ampliada del cuadro de Velázquez en blanco y negro. Y un día de agosto de 1957 el artista empezó una serie de pinturas en diálogo con el capolavoro de Velázquez expuesto en el Museo del Prado. Para trabajar esta serie de pinturas Picasso ocupó un nuevo espacio de La California que hasta entonces no había sido utilizado para trabajar. Subió al último piso de la casa con sus telas blancas y enseres de pintor. A lo largo de los siguientes cuatro meses fue pintando sus Meninas, animándolas a salir del histórico lienzo, del escenario de perspectiva prodigiosa que nos muestra la obra de Velázquez como pintor de cámara del rey Felipe IV.
Picasso convoca sus Meninas de aprendido Velázquez en la contemporaneidad del siglo xx. Su mirada de pintor ya no es la del joven y fiel copista de diecisiete años, como en la pintura que realizó entonces ante el retrato de Felipe IV, pintado por Velázquez en 1653. En esta ocasión, en su revisión de Las Abuelas nos ofrece otra mirada, cuya profundidad pictórica reside en deconstruir, sin hacer desvanecer, la escena de la infanta Margarita con cinco años y miriñac almidonado y los personajes que le rodean como una feliz parada de pequeños y maravillosos monstruos que ya aparecen en su primera pintura de la serie –y la mayor– en tonos grises, blanco y negro, que recuerdan la radicalidad cromática de su popular Guernica.
De este primer plano general, recreación del conjunto, fue acercando y fijando su atención en uno u otro personaje, reencuadrados en diferentes planos y cuya reencarnación pictórica no aparece como una insolencia en el cuadro de Velázquez sino como un desbordamiento del recinto pictórico de la infanta y su corte. Picasso proclama que no hay más realeza que la presencia de la pintura y celebra la pintura de una pintura: su radiografía. California. Sus palomas sobrevolaron la escena y se pusieron en su pintura con toda la luz del Mediterráneo.
Ante aquella aparición de Las Abuelas, que visité recién llegadas a la ciudad, me atreví a escribir una carta a Pablo Picasso. Más allá del agradecimiento, de la admiración del joven espectador exaltado con esa constelación de pinturas contempladas en su museo, recuerdo haberle mencionado una visión que todavía hoy me devuelve cuando visito sus Meninas: en el lienzo pintado por Velázquez , ojo vivo y al fondo, hay un personaje enigmático que abre una puerta o cortinaje hacia otro espacio de luz, fuera de campo, y no se sabe si sale o entra. Mantiene una actitud como de observador atento a la escena ya sus personajes, desde el fondo y el centro de la pintura. En el conjunto de Las Abuelas de Picasso también aparece y reaparece esta figura con un protagonismo inusual, ya sea como una silueta a contraluz o como hacedor de la propia pintura. Todo un enigma que siempre he entrevistado como presencia del propio Picasso en la escena. Así mismo lo observé y le comenté, entonces, en mi carta.
No recibí respuesta ni tengo la certeza de que la carta llegara a su destinatario. No tiene mucha importancia: lo que conservo de ese primer encuentro con Las Abuelas de Picasso está al poso de mis ojos deslumbrados ante aquella colección de pinturas.
Aquel año 1968 asistí a una representación teatral de la que recuerdo la reacción asustada del público ante el Picasso dramaturgo. Con motivo de lo que se llamaba Ciclo de Teatro Latino, patrocinado por el Ayuntamiento, se presentó en el Teatro Romea de Barcelona como incierto “estreno mundial” la obra escrita por Picasso en 1941 en un París violento y ocupado: El deseo atrapado por la cola. Lo que falsamente se presentaba como un estreno fue un escándalo mayúsculo en el que el público golpeó y pitó estrepitosamente. Los espectadores de platea iban desertando durante el espectáculo, que apenas logró acabar la función entre los gritos hostiles de las protestas y el aplauso del gallinero de quienes celebrábamos, sobre todo, Picasso. Tres años más tarde, en 1971, fue un tiempo de picassofobia y de atentados con cócteles molotov de la ultraderecha como reacción a lo que implicaban sus obras y su actitud política. Destrozaron una exposición de su obra gráfica en una galería de Madrid.
Con gratitud hacia la obra de Picasso, en mi propio trabajo como artista visual soy de los que ha aprendido de su curiosidad y persistencia por expresarlo se en diferentes medios creativos más allá del espacio pintado, como la escena teatral, la cerámica, la escultura, incluso la fotografía o laensamblaje de objetos, manifestaciones todas ellas de una libertad sin fin y de una actitud subversiva que implica ver siempre la realidad desde el otro lado, no desde su reverso o desvarío, sino desde un pulso interno que a través de la pintura ilumina con otra luz la noche de nuestros días.
Siempre me ha emocionando el autorretrato de Picasso realizado en junio de 1972 sobre papel coloreado a lápices de azules y rosas, como si recuperara el cromatismo de sus primeras obras . Es el rostro de un hombre solo y, al mismo tiempo, relacionado con un todo frente a la muerte. Unos ojos grandes, como cuencas vacías, con resplandor de calavera y anuncio del propio desenlace, que tendría lugar unos meses después. La Vanguardia, el mismo diario de Barcelona que el 3 de febrero de 1900 publicó con motivo de la exposición inicial de Picasso en la taberna Quatre Gats la primera crítica sobre su obra, el 10 de abril de 1973 llevaba a la portada una gran foto del artista con un titular breve y fúnebre: "Picasso ha muerto". Cuenta el diario que en ese día de primavera las únicas personas que asistieron al entierro en el castillo de Vauvenargues, frente al Monte Sainte-Victoire, fueron, aparte de los familiares cercanos, el personal de servicio, su barbero y el su amigo editor de Barcelona Gustau Gili con su mujer.
No quisiera dejar de aludir a un hecho irrepetible que tuve la ocasión de vivir en el MoMA de Nueva York el 20 de mayo de 1980: la inauguración de la gran retrospectiva de Picasso con su fecundidad inagotable. Al terminar aquella muestra magna, el MoMA cerraría puertas para remodelar el edificio y despediría el Gernica en su viaje de regreso a España. En esa exposición, visitada una y otra vez en Nueva York, reaparecieron Las Abuelas, y en las tres telas seleccionadas para la ocasión volví a observar –como había hecho tantos años antes– que el pintor seguía allí, presente en el cancel y contraluz, en el fondo central de la escena. Picasso girado de frente ante la realidad de la que surge y como una puerta abierta hacia nosotros. Una presencia cercana y lejana a la vez. Afirmación de la vida y puente hacia la muerte, mostrándonos algo inalterable pero en un nuevo orden que nos devuelve la realidad de las apariencias. El misterio desvelado por Picasso en un mundo de pintura por ser, en lo representado, eterno.e
Este texto se leyó el 26 de junio en el Museo Picasso de Barcelona, que hizo una pequeña publicación, con motivo de la muestra sobre el proyecto que Amat realizó en torno a 'El sombrero de tres picos' para conmemorar el centenario del ballet con decoración y vestuario de Pablo Picasso, música de Manuel de Falla y coreografía de Léonide Massine. Amat hizo una revisión por encargo del Festival de Música y Danza de Granada (2019).