Araceli Segarra: "Me preocupa más la gente que hay en la Barceloneta que la que hay en el Everest"
Primera alpinista catalana que subió el Everest
GavàAraceli Segarra i Roca (Lleida, 1970) lleva, casi como un apellido más, el título honorífico de haber sido la primera catalana en subir el Everest. Unos instantes, los de pisar la cima del mundo, a 8.848 metros, que le han durado toda la vida. Da igual que ahora sea conferenciante, dibujante, escritora o diseñadora de joyas. Da igual que haga ya 28 años de aquella expedición y que la percepción de la dificultad del Everest haya cambiado y parezca, ahora mismo, un reto más de los muchos que te propone una sociedad inquieta. Araceli Segarra será, para siempre, la primera.
Completa la frase: “Últimamente, el Everest...”
— Espera que esto tiene doble visión y a mí me gusta la positiva. Últimamente, el Everest hace feliz a mucha gente. Todas las cosas tienen muchas visiones y el 80% del tiempo nuestro pensamiento es catastrófico, crea problemas, crea cosas que no van a pasar. Y esto lleva a que muchas noticias sean sensacionalistas, poco informadas y se dediquen a alimentar ese pensamiento que no es positivo. ¿Tú sabes cuánta gente hay que para marcarse objetivos complicados tienen un propósito cada mañana cuando se levantan? Pasan meses entrenándose, no se ponen enfermos, tienen mejor salud y mejor relación con la gente. Y en el caso del Everest, además, emplea a una población que sería muy pobre, y esta población lleva a sus hijos a estudiar, y tienen carreras, y se hacen dentistas, y estos dentistas vuelven al pueblecito donde habían vivido, donde antes la gente se moría de un dolor de muelas.
Últimamente, vemos muchas imágenes de colas en el Everest. Todo el mundo las critica, tú no.
— No, primero porque todos somos gente. Y eso sólo ocurre dos o tres días al año, porque es la única época que hay para subir. El resto del tiempo es premonzónico, posmonzónico, hace viento, muy poca gente puede subir fuera de estos dos o tres días.
¿Tú crees que es elitista la gente que se queja de las colas en el Everest?
— No sé quién es que se queja. Cuando no quieres pensar, ¿qué haces? Juzgas. Todo el mundo opina de todo. Yo creo que los que más sabemos de montaña menos lo juzgamos. Quien sube hoy en día al Everest –y hace treinta años, cuando lo hice yo, también– no está aportando nada al mundo del alpinismo, no estás haciendo una actividad de élite. Sólo estás llenando tu deseo de satisfacción y felicidad. Ahora, no vengas a decirme que eres el mejor alpinista del mundo porque estés haciendo esto. No te lo compro. Por tanto, dejemos vivir a la gente.
La sensación que tengo últimamente es que subir al Everest parece como hacer un maratón.
— No lo es, es más complicado que correr un maratón.
¿Pero cada vez subirá más gente al Everest?
— Mira, esta pregunta me la hacen desde que volví del Everest, hace treinta años. Y cada año es un escalón. Y más, y más, y más. No sé si esto tendrá un límite. Supongo que sí, que limitarán el número de permisos, al igual que también hay un límite de corredores en el maratón de Nueva York. ¿Tú sabes cuánta gente sube al Montblanc cada año? Y del macizo del Montblanc, que es un ecosistema más frágil, porque es más pequeño y tiene que asumir más gente, nadie hace un gran qué. En unas semanas, después de Sant Joan, explícame cómo estará la playa de la Barceloneta. ¿No es más preocupante lo que tienes cerca de casa que lo que está pasando en el Everest?
¿A ti te preocupa más que haya gente en la Barceloneta que en el Everest?
— Muchísimo más. Que haya gente en la Barceloneta, dejando lo que dejan.
Hay una frase muy citada del filósofo Blaise Pascal, que dice que “el origen de la infelicidad de los humanos es que no sabemos estar quietos en una habitación”.
— Claro, no sabemos aburrirnos. Estamos insatisfechos constantemente. Estoy bastante de acuerdo.
¿Tú cuál ha sido la última vez que te has pasado todo un día en el sofá?
— He estado a punto de decirte que ayer, pero no. Ayer estuve medio día en el sofá, pero hacía mucho tiempo que no. No sé estar quieta intelectualmente, pero me sé estar en un espacio. No estoy siempre yendo de un sitio a otro. Leyendo, escribiendo, dibujando, haciendo manualidades.
¿Cuál dirías que es la razón última por la que subes montañas?
— Perspectiva, tomar perspectiva. No sólo literalmente, sino emocionalmente. Yo creo que morirse es una putada. No sé si Pascal estaría de acuerdo o lo diría de otra forma. Para mí, hacer este deporte me recuerda a menudo que puedo desaparecer. No pongo mi vida en riesgo, utilizo casco, crampones, piolet, doy media vuelta muchas veces, pero me pongo más a menudo que la otra gente en el precipicio. Y hasta que no tienes esta perspectiva no te das cuenta de que vivir es maravilloso, que es un regalo que no podemos desperdiciar. No vale la pena estar cabreados.
¿Esta reflexión ya la hacías cuando empezaste, con veinticinco años?
— Con veinticinco no la razonaba y ahora la razono. Sabía que buscaba algo y con los años vas poniendo palabras a los sentimientos.
¿Qué último recuerdo conservas de los instantes que estuviste en la cima del mundo?
— Pues una bronca con David antes de alcanzar la cima. David Breashears era el director de la película que gravábamos mientras subíamos, fue quien me descubrió. Antes de llegar a la cima, hicimos una escena y me equivoqué. Él dijo que volviera a bajar, que teníamos que repetirlo. Tuvimos una discusión impresionante, y nunca habíamos discutido. La escena no era buena. La repetí de mala gana. Estábamos solos en la montaña, agotados. Más que la cima, recuerdo esos quinientos metros de antes.
Y en la cima, ¿cuánto rato estuvistéis?
— Muy poco, el tiempo justo de montar la cámara, que pesaba 24 kilos. Hicimos la escena y nos fuimos.
¿No recuerdas haber pensado algo allá arriba?
— “Tenemos que irnos por piernas –pensé–, que viene el mal tiempo”. Y también había otra cosa por la que tenía ganas de marcharme: es que el Rob Hall estaba muerto, a pocos metros, y teníamos que pasar por ahí en la bajada. Era un amigo y pasar a su lado me dolía mucho.
¿Qué se ve desde la cima del mundo?
— Lo mismo que desde un avión. Cuando pasas por el Pirineo o por el Himalaya, o por algún sitio que haya glaciares, se ven ríos de nieve, con montañitas. Estás a casi 9.000 metros y los aviones vuelan a 10.000. Es como estar en un avión, pero sin poder pedir un sándwich y una coca-cola.
Tú tendrás para siempre la etiqueta de haber sido la primera mujer catalana en subir al Everest. ¿Quién ha sido la segunda, la tercera... quién es la última mujer que ha subido?
— Ostras, ahora me matarán porque no me acuerdo. Maite Hernández, creo que se llama. Fue una expedición de chicas, unos años después, y pienso que dos alcanzaron la cima.
Fíjate, a ti, que eres de este mundillo, te cuesta recordar sus nombres; yo no tengo ni idea. Sólo sabemos el de la primera.
— Esto también ocurrió con Edmund Hillary, que fue el primero. ¿Tú sabes que subió de casualidad? Unos días antes había un grupo que iba avanzado y que son los que encontraron el recorrido para subir a la cima, nunca había subido nadie. Se les estropeó la botella de oxígeno justo después de la parte complicada, y tuvieron que descender. Entonces Hillary hizo el siguiente tramo. Los segundos son los grandes olvidados, es una pena.
Ahora que ya han pasado 28 años, que tienes perspectiva, ¿puedes decir ya qué ha significado aquello en tu vida?
— Yo creo que una tangente ocasional. Aquello me condicionó y más cuando no perteneces al mundo mediático, donde te manejan al gusto de cosas que no sabes si te convienen o no te convienen. Yo dejé un poco lo que a mí me llenaba, que era escalar montañas difíciles. La altura no era importante, sino la dificultad. Me dejé llevar por la corriente de ir a subir montañas de 8.000 metros, porque era la única manera de conseguir esponsorización. Me perdí durante un tiempo. Perdí tiempo y energía.
Pero, como tú decías al principio, todo tiene cara A y cara B. ¿Qué te ha aportado de positivo ser la primera catalana en subir el Everest?
— Espera, que pienso en ello... Quizá, poder dedicarme a mi fuerte, que es contar historias. Siempre hago una broma, que es como una paradoja. A mí, de pequeña, me castigaban en clase por hablar, y me ponían de cara a la pared. Pues ahora a mí me pagan por hablar, porque me paso el tiempo de cara a la pared, escalando. Es evidente que gracias al Everest ésta es mi forma de ganarme la vida. Lo aprendí de David, los americanos son los reyes de las conferencias. Dimos dos conferencias juntos y después me dijo que ya podía volar sola.
¿Cuál ha sido la última situación a la que te has tenido que enfrentar a tu vida y que has dicho: “Esto es más difícil que el Everest”?
— Me estoy haciendo una casa. Una casa positiva, de madera, y cuesta muchísimo que los ayuntamientos encajen estos nuevos conceptos. Al final, ya no pude más y envié a mi marido. Ahora hemos pasado el trámite, ya tenemos los permisos. Es más difícil hacerte una casa que subir al Everest.
Te iba a preguntar, precisamente, cuál ha sido la última vez que te has cambiado de casa.
— Hace trece años. Conocí a mi pareja y me fui a vivir a la Cerdanya con él.
¿Y esta nueva casa también estará en la Cerdanya?
— No, nos vamos. No se puede vivir actualmente en la Cerdanya, debes tener un nivel económico muy elevado y hemos decidido buscar sitio en una comarca cercana, el Berguedà.
Das conferencias, has dibujado cuentos infantiles, has diseñado joyas. ¿Cuál es el último proyecto que te pasa por la cabeza?
— La próxima semana termino el tercer año de un curso de escritura creativa en el Ateneu. Me apunté porque quería escribir una historia juvenil, la presenté a un concurso y no gané, evidentemente. Entonces dije: “Pues, quizá mejor que estudie”. Y he aprendido un montón de cosas. Ahora tomaré todo lo que escribí en el 2017 y miraré a ver si puedo reescribirlo.
El último libro que has publicado, con Marta Duran, se llama Expedició al sostre de vidre. ¿Cuál ha sido tu techo de cristal?
— Yo misma. Todos, en el fondo, nos ponemos un techo.
¿Y tu, no tienes sensación de haber tenido ese techo de cristal, pero externo?
— Sí, yo no cobro al igual que los hombres. En una conferencia, cuando he trabajado en la tele, en la radio, cuando he hecho un documental. En el documental del Everest yo no cobré lo mismo, me enteré después. Lo que buscamos es ser iguales. Un gran porcentaje de la población no sabe lo que es el feminismo. Tengo compañeros que dicen: "Yo no soy feminista ni machista". Mierda, no, que son dos cosas que no juegan en la misma liga. El feminismo es la búsqueda de la igualdad, y ya está, sin extremismos, y el machismo es la prepotencia del hombre contra la mujer. No tiene nada que ver.
Las dos últimas son iguales para todos. ¿Conoces alguna canción de El Último de la Fila?
— Quimi Portet me matará porque me hizo una frase para el libro y si ahora no me sé un título... Cantaba sus canciones, pero ahora no me acuerdo.
Las últimas palabras de la entrevista son las tuyas.
— ¿Sabes lo que dicen que sólo se vive una vez? Es mentira. Sólo se muere una vez. Se vive todos los días. Así que véte a buscar unos pies de gato, que quiero verte sufrir aquí escalando.
Araceli y Alfons, su marido, han bajado de Bellver de Cerdanya a Gavà para pasar una mañana escalando en el rocódromo Sharma Climbing. Que vayamos a la hora que queramos, que ella estará por allí encaramada. De afuera, parece una nave industrial. Dentro podría ser un museo de arte contemporáneo. Vemos a decenas de personas de cara a la pared, colgadas en cuerdas a quince o veinte metros de altura. Otros se desplazan en movimientos lentos, agarrándose con las manos y los pies a pequeños bloques de colores que emergen de las paredes. Imposible reconocer quién es Araceli.
Le llamamos y viene, con las manos y la ropa espolvoreadas. Hablamos de otra vida que vivimos juntos, hace 25 años en El Terrat. El fotógrafo Francesc Melcion chala como un niño pequeño haciendo revolcar y saltar a la invitada. Araceli Segarra advierte de las tres mentiras de todo fotógrafo: "Ahora hacemos la última", "Mañana te las envío" y "No sufras, que no se ve nada".