¿Por qué Bukele rapa a los niños?

El gobierno de Nayib Bukele ha dado un nuevo paso en su estrategia de control y disciplina social. La capitana del ejército y actual ministra de Educación, Karla Trigueros –una doble condición que resultaría un oxímoron en cualquier estado de derecho–, ha anunciado las nuevas normas sobre la indumentaria escolar. El objetivo declarado: reforzar la disciplina del alumnado. Las medidas obligan a llevar el uniforme limpio y aseado y, en el caso de los niños, adoptar un "peinado adecuado": un corte de pelo corto y uniforme que excluye estilos populares entre los jóvenes, como el mohawk (cresta) o el conocido corte Edgar (taza). Quienes incumplan estas reglas se exponen a sanciones que van desde la rebaja de notas hasta trabajos comunitarios. Las imágenes de hileras de niños esperando que los rapen, más propias de un cuartel militar que de una escuela, se han viralizado en las redes. La pregunta es inevitable: ¿por qué Bukele considera necesario rapar a los niños de El Salvador? ¿Y qué carga simbólica esconde un elemento aparentemente tan frívolo como un peinado?

Cuesta no evocar la secuencia inicial de La chaqueta metálica (1987), en la que Stanley Kubrick muestra una especie de liturgia fúnebre: unos jóvenes sentados frente a una máquina que les toma, literalmente, una parte de sí mismos. Lo que parece ser una simple decisión estética esconde, en realidad, una profunda carga ideológica. Se justifica, por un lado, por necesidades higiénicas, ya que reduce el riesgo de infecciones y facilita el mantenimiento, y, por el otro, por motivos de seguridad en combate: el pelo largo puede convertirse en una vulnerabilidad al ofrecer al enemigo un punto de agarre. Pero el verdadero núcleo de ese gesto es otro: la uniformización forzada. Todos iguales, todos anónimos. El rapado no solo borra rasgos individuales, sino que desmonta identidades y erosiona la resistencia psicológica, lo que abre la puerta a la deshumanización. Es la escenificación plástica del mensaje de fondo: el individuo ya no pertenece a sí mismo, sino que queda sometido completamente a la institución.

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El rapado es un ejemplo paradigmático de lo que el sociólogo Erving Goffman definió como prácticas de "mortificación del yo", habituales en lo que él llama "instituciones totales". Se trata de un proceso calculado para romper las defensas del individuo, borrar sus marcas de identidad y reconstruirlo a imagen y conveniencia de la institución. No es exclusivo del ejército: a lo largo de la historia, prisiones, monasterios y hospitales psiquiátricos han compartido este ritual de sumisión, siempre con el mismo objetivo: aplacar la voluntad y sofocar el espíritu crítico. También se ha visto en contextos civiles, como cuando las mujeres eran rapadas públicamente después de la Segunda Guerra Mundial en Francia, donde el pelo era instrumento de castigo, humillación y control social, lo que demuestra que la política sobre el pelo ha sido siempre un poderoso mecanismo de dominación. No es un detalle menor, sino un mecanismo clave para sostener a regímenes autoritarios –como el de Bukele– que necesitan anular a la disidencia para imponer sus políticas. En este contexto, la moda y los peinados, a menudo menospreciados como cuestiones frívolas, se revelan como espacios centrales de resistencia y de afirmación individual. No es casual que la mítica película antibelicista Hair (1979) convirtiera el pelo largo masculino en un símbolo contestatario y de rebeldía: lo que parece superficial puede convertirse en una bandera capaz de poner patas arriba todo un sistema.

Según el mito de Sansón, su pelo es un símbolo de identidad y fuerza sobrehumana y, cuando los filisteos se lo cortan, él pierde toda autonomía y poder ante el enemigo. Del mismo modo, Bukele rapa a los niños como una estrategia más para conseguir convertir a los salvadoreños en cuerpos dóciles, dirigidos y manipulables. Pero, como nos recuerdan Sansón, las mujeres rapadas de Francia y los rebeldes de Hair, el pelo –y con él la resistencia, las ideas y la capacidad de rebeldía– siempre vuelve a crecer, y ni siquiera la máquina más disciplinaria puede impedir que acabe rebrotando.