Elecciones en Italia

Conversación con Giovani Spinoza, pizzero de Nápoles: la Italia más pobre se encomienda al cielo

La crisis económica, que también explica el auge de la extrema derecha de Meloni, ahoga y angustia a la ciudad italiana con más paro

Enviat especial en NápolesA Giovanni Spinoza le explico que en algunos restaurantes de Barcelona ponen piña en la pizza. Primero se ríe, porque piensa que es broma. Cuando entiende que no lo es, pone cara de asco y exclama: “Mamma mia, è un peccato!” Entonces me enseña el obrador donde él y su familia hacen pizzas desde hace más de cien años y, con un tono aleccionador, me recalca: “Tomate, mozzarella, albahaca y aceite de oliva. Nada más. La pizza Margarita, la mejor del mundo”. Parece que tiene razón, porque es la hora de comer y en este restaurante de Nápoles, la ciudad que presume de haber inventado la pizza y de saberla hacer mejor que nadie, casi todo el mundo pide una Margarita.

La pizzería de Giovanni, que se llama La Centenaria, es uno de esos lugares que te ayudan a entender el contexto. Un local de toda la vida, que han regentado tres generaciones: Giovanni, su padre y su abuelo. Y pronto su hijo, Simone, de 20 años, que no para de meter y sacar pizzas del horno de leña y que hace que te preguntes si realmente está ahí porque quiere seguir el negocio familiar o porque no tiene alternativa. Tratándose del barrio de Stella, una de las zonas más humildes de Nápoles y que, a su vez, es la ciudad con más paro de Italia –un 30%, el triple de la media del país–, la respuesta parece clara. El restaurante ha perdido clientela y ha tenido que subir los precios de la carta, porque la superposición de dos crisis gigantes –la de la pandemia y ahora la invasión rusa de Ucrania– ahoga. Antes del covid-19, la Margarita costaba solo 3 o 3,5 euros, ahora cuesta 4,5. En el centro, donde se aglutina el turismo, las pizzas son más caras, pero aquí la mayoría de clientes son locales. “¿Qué tengo que hacer?”, dice justificándose Giovanni, “si todo ha subido de precio: la harina, el aceite, el tomate, la luz… todo”. Tiene razón, toda Europa y parte del mundo lo saben.

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Concretamente en Italia, y según datos del Instituto Nacional de Estadística, el cesto de la compra es ahora un 10% más caro que a principios de año, cuando Vladímir Putin todavía no había empezado la guerra contra Ucrania. Con el ingrediente estrella de la pizza, la harina, el golpe es potente: durante estos siete meses, su precio ha subido hasta picos del 48%. Las facturas de la luz y el gas –en el segundo país de la UE más dependiente de la energía de Moscú– también han registrado récords peligrosos, y aquí en Nápoles algunos ciudadanos, la mayoría sin trabajo, han quemado los recibos de la luz porque dicen que no los pueden pagar. Otros los cuelgan en las puertas de los establecimientos o de las casas en señal de protesta. Y muchos, directamente, sufrirán frío.

Este domingo, muy probablemente, los Hermanos de Italia de Giorgia Meloni ganarán las elecciones y, como consecuencia directa, la extrema derecha cogerá las riendas del poder de Italia y abocará al país –y de rebote, a toda Europa– hacia un camino inquietante en uno de los momentos más decisivos de la historia contemporánea. Giovanni y, especialmente, Simone lo miran con cierta distancia, como si no fuera con ellos. “Yo ni siquiera iré a votar”, asegura el joven. El padre no se moja. Esta apatía es bastante generalizada y las últimas tendencias auguran una abstención histórica. ¿Por qué? Hay, como mínimo, dos respuestas bastante claras, que también explican el auge de Meloni. La primera muestra un rechazo hacia la capacidad autodestructiva de la política italiana, especialista en hacer caer gobiernos antes de tiempo –Mario Draghi, defenestrado en julio, sigue siendo el político más popular en el país–. La segunda –más decisiva que la primera– es que, como ha pasado en otras citas electorales europeas recientes –recordemos Francia–, los italianos tienen ahora mismo una preocupación más urgente y más grave: el bolsillo.

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Preocupados por el sur y por el norte

El gobierno de Draghi había abierto un periodo de cierta estabilidad y crecimiento en las finanzas italianas. Su adiós, sumado a la inestabilidad política que desencadenó, añade desasosiego a un contexto cada vez más hostil, donde muchos auguran tormentas socioeconómicas en toda Europa a partir del otoño, cuando el frío se imponga y las cifras de los recibos energéticos sean todavía más difíciles de digerir. La OCDE, el organismo internacional que agrupa al conjunto de las economías más avanzadas del mundo, calcula que los salarios reales bajarán un 3% en Italia este año, una cifra que se sitúa por encima de la media, que es del 2,3%. Los pronósticos para el 2023 son más oscuros, y la deuda pública supera el 150% del PIB, uno de los más importantes del mundo.

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El sur italiano, históricamente más pobre que el norte y con un sentimiento de olvido y discriminación que configura, incluso, el carácter de los habitantes, sufrirá de una forma más afilada las consecuencias, porque lloverá sobre mojado. “Muchas empresas están a punto de colapsar”, alertaba, hace unos días, Carla Della Corte, presidenta de la asociación empresarial de Nápoles. Pero esta vez a muchos les preocupa bastante más la economía del norte, cuna del gran tejido industrial que hace funcionar al país. El fantasma de ver fábricas paradas ante el incremento de los costes energéticos hace meses que plana sobre Italia. 

A Georgia Meloni –también Matteo Salvini y Silvio Berlusconi, socios en la coalición que formaría el próximo ejecutivo– no le debe de hacer gracia encontrarse este paisaje económico si acaba ocupando el Palacio Chigi. Por este motivo, y según ha trascendido, el nuevo gobierno apostaría por no hacer muchos experimentos en el ámbito económico y garantizar una cierta continuidad con el trabajo que, hasta ahora, ha llevado a cabo el equipo de Draghi, con el que Meloni insinúa tener buena relación. 

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El santo y el dios

Estos días, los alrededores de la catedral de Nápoles están llenos de gente. A todas horas decenas de napolitanos, y algunos turistas, entran para ver el milagro que se produjo el lunes. La sangre de san Gennaro, patrón de la ciudad y al que los ciudadanos profesan casi tanta devoción como a Maradona –autor de otros milagros, futbolísticos–, vuelve a ser líquida. Desde hace décadas, tres veces al año –una es el 19 de septiembre, el día de su martirio– tiene lugar esta ceremonia: un sacerdote muestra desde el altar el recipiente donde se guarda la sangre del santo, que se conserva solidificada. Si las plegarias de los fieles funcionan, la sangre se vuelve líquida y Nápoles, ciudad de mil supersticiones, respira tranquila porque lo considera un buen augurio. Ha habido años en los que el milagro no se ha producido: en 1939, cuando estalló la Segunda Guerra Mundial; en 1980, cuando un terremoto en el distrito de Irpinia dejó casi 3.000 muertos, o en 2020, el año de la pandemia. 

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Giovanni todavía no ha tenido tiempo de acercarse a la catedral para admirar la sangre de san Gennaro, que está en exposición durante siete días. Pero irá. “Este año san Gennaro nos tiene que ayudar mucho”, dice en tono serio. Un trabajador suyo, que se encarga de traer las pizzas a las seis mesas de madera del restaurante, puntualiza: “San Gennaro y Maradona: el santo y el dios”.