Las lecciones de Jean Paul Gaultier y Mango en la prensa

La muerte del papel genera una curiosidad morbosa. Recuerdo que hace quince años, cuando decidimos que poníamos un diario en marcha en plena crisis económica, la segunda pregunta que nos caía encima, de forma inevitable, era "¿Por qué en papel?" (la primera era, lo juro, "¿Está loco?"). Ahora que el The New Yorker ha cumplido 100 años, es inevitable preguntarse si una publicación tan ligada al formato físico está preparado para resistir otros 100 años. Y el mismo interrogante puede abatirse sobre The Economist (fundado en 1843). Ambas publicaciones centenarias han orientado en los últimos tiempos su negocio a la captación de suscripciones digitales, pero mantienen la edición impresa como mascarón de proa y, probablemente, signo de estatus. En realidad, otros negocios han inventado ya la solución. Una marca como Jean Paul Gaultier hace el 95% de su dinero vendiendo fragancias y cosmética al gran público. Pero puede hacerlo porque mantiene un nombre en el mundo de la alta costura, aunque solo represente el 5% de sus ingresos. Lo mismo ocurre con tantas tiendas en calles de lujo de las grandes marcas: no son necesariamente provechosas, pero resultan imprescindibles para mantener la presencia y el valor de marca. Mango vende ya el 31% online, pero ha crecido en tiendas físicas, en la última década.

Con el papel pasará lo mismo, creo. Quizás sólo apetecerá a una minoría, pero este grupo será consciente de que se trata de un producto delicatessen y, por tanto, asumirá un coste superior al actual. Pero incluso aunque sólo sea testimonial (y me atrevo a decir deficitario), difícilmente The New Yorker o The Economist renunciarán a su siglo o casi dos siglos de historia. Porque mantener una bonita fachada, al final, es un gasto relativamente pequeño junto a la gran inversión que conlleva, en estos tiempos, mantener unos contenidos potentes, rigurosos y relevantes.