Una boda frustrada, una herencia en juego y un certificado de 1880: así es un día en el Registro Civil
Se inscriben los hechos que hacen referencia al estado civil de las personas y los que determinan las leyes como nacimientos, filiación o defunciones. Pero más allá de la burocracia, se esconden casos y situaciones de todo tipo
Barcelona“¡Viva los novios!”, se siente de repente, y una lluvia de pétalos de rosa cae sobre una pareja que sale exultante del Registro Civil de Barcelona, situado en la parte de la plaza de la Mercè donde hay sombra en estas horas del mediodía. Justo enfrente hay una fuente monumental y unos cuantos árboles con los que hay que tener cuidado, porque las palomas se ponen y se te cagan encima. A sus familiares y amigos también se les ve pletóricos, y un fotógrafo inmortaliza la escena. El resto de la gente que espera frente al Registro Civil ni se inmuta. Sólo algunos se acercan a mirar por puro chisme.
La novia va guapa, guapísima, con un elegante conjunto de top y pantalón blanco y el pelo recogido en un moño. El novio, también de etiqueta, lleva un traje azul marino y una corbata y unas florecillas en la solapa. Se llaman Esther Aguilar y Francesc Rabat, y tienen 34 y 37 años. Llevan más de una década pareja. "Tenemos una hija de dos años y una hipoteca", resume ella. Si se han casado ahora es "por la niña y por lo que pueda pasar". "¡Y porque nos amamos!", añade después. Y puesto que se ponen, lo hacen bien: con un almuerzo con la familia, y una fiesta con los amigos al día siguiente.
“Los siguientes”, llama a una funcionaria desde la puerta del Registro Civil, como quien atiende detrás del mostrador de una tienda cualquiera. Varias parejas esperan. Esto es una auténtica máquina de oficializar bodas. Pero no sólo eso. Es posible encontrar casos de todo tipo. Éste es el relato de un día en la entrada del Registro Civil de Barcelona.
Matrimonio homosexual
Las jóvenes Anna Traver y Jennifer Reboredo van vestidas de forma idéntica pero de distinto color. Ambas llevan un traje de chaqueta y pantalón. El de Anna es azul y el de Jennifer, beige. Ellas también se casan. “Queremos tener hijos y en una pareja homosexual es importante estar dentro del marco legal”, aclara Anna, con el pelo corto y la que lleva la voz cantante de la pareja. Jennifer, más callada y con una bonita cabellera ondulada, sólo susurra: “Mejor estar casadas por no tener problemas”.
Las dos chicas son maestros y han explicado a sus alumnos que se casarían: “Para que así podamos ser un referente”. A la salida del Registro Civil los familiares y amigos también las reciben con una lluvia, pero en este caso de arroz. El pavimento queda cubierto de repente de una alfombra de grandes blancos y las palomas de los árboles se echan en masa. En cuestión de segundos dejan el suelo limpio y aseado como si hubiera pasado una aspiradora.
Sergio Carrión, de 42 años, y Sanaa Mostaid, de 40, baten récords entre los que esperan para convertirse en marido y esposa. Llevan casi dos décadas pareja. “Nos ha costado decidirnos –dice ella riendo–. Nos hacemos mayores y mejor tenerlo todo oficial”. Él va arreglado pero informal: con traje, chaqueta, camisa y zapatillas. Ella ha optado por el clásico color blanco impoluto, aunque viste chaqueta y pantalón. Entre los invitados también hay variedad de looks: desde los que van superelegantes hasta los que llevan una simple cazadora tejana. Cuando salen del Registro Civil, un fotógrafo se ofrece para retratarlos. Cada lunes, jueves y viernes por la mañana algunos fotógrafos pululan por delante del Registro Civil con una cámara colgada del cuello para intentar ganar dinero, coincidiendo en que se celebran bodas.
Madalena Alina Velicu también quiere casarse, pero su novio aún está haciendo los trámites para empadronarse en Barcelona. Ambos son rumanos, aunque ella lleva 15 años viviendo, habla perfectamente el castellano y trabaja como auxiliar de enfermería. Hace cola en el Registro Civil para consultar si pueden contraer matrimonio aunque su novio está a mitad de hacer el papeleo.
La cola para este tipo de trámites no está en la plaza de la Mercè por donde se entra en el Registro Civil para las bodas, sino en la del Duque de Medinaceli, en la fachada opuesta del edificio. Allí no hay pétalos, ni fotógrafos ni siquiera árboles que hacen sombra. Dos trabajadores con chalecos fosforescentes controlan el acceso y hay dos puertas: una para los que tienen hora y otra para los que se presentan sin avisar, a los que se les da un número como si hicieran cola en la carnicería. No hay mucha gente. Los números se reparten con cuentagotas. La Madalena tiene el 304.
“Quiero casarme el próximo mes con vestido blanco, como Dios manda. Ya que he esperado tanto, que valga la pena”, afirma la mujer, que parece convencida de que, digan lo que digan en el Registro Civil, ella pasará por el altar en menos de cuatro semanas. Según asegura, no puede esperar más. “Tengo 36 años, se me pasa el arroz, quiero tener hijos”, argumenta soltando una carcajada.
Está dentro del Registro Civil apenas unos minutos. Le resuelven su duda muy rápida: no se puede casar hasta que su novio esté empadronado, que puede ser dentro de tres meses o vete a saber. Sin embargo, la mujer no pierde la sonrisa. “Pues tomaremos un avión y nos iremos a casar a Rumanía”, resuelve Madalena, quien asegura que allí la boda le saldrá más barata y además será con la familia. Eso sí, le supondrá un auténtico quebradero de cabeza burocrático. “En Rumania las mujeres adoptamos el apellido del marido cuando nos casamos. Así que tendré que cambiar el pasaporte, el NIE, todo”, enumera. Más papeleo. Al que no quiere col, dos platos.
Le Jie Qi, de 56 años, tiene certificado de matrimonio y libro de familia. Se casó con Marco Aurelio Bevià en el 2018, pero el hombre murió de un infarto hace casi dos años. Sin embargo, el documento de últimas voluntades indica que era soltero. ¿Cómo es posible? La mujer hace cola en el Registro Civil para que le den una explicación de esta incongruencia. Ella es de China y apenas sabe alguna palabra de español. Y menos catalán. Su cuñado, Roberto Gómez Viñas, le acompaña y le hace de traductor, representante y portavoz, y cuenta abiertamente su historia mientras muestra los documentos. La mujer mira con cara de póquer sin entender un borrador.
“Hace quince años me casé con mi mujer, que también es china”, empieza relatando el hombre. Según dice, la conoció en un bazar donde ella trabajaba, se gustaron y se casaron, aunque él no sabe chino y ella habla "castellano de esa manera". "Es cuestión de tener la mente abierta", argumenta. “Mi mujer tiene cinco hermanas. La primera que vino a Barcelona fue ella. Luego llegó otra hermana, después otra y ella es la cuarta”, dice señalando a su cuñada. Las hermanas son de la provincia de Liaoning, en el norte de China, en la frontera con Corea del Norte. “Una zona rural que en invierno alcanza los 20 grados bajo cero y en verano se ponen a temperaturas de Barcelona”, sigue explicando Roberto, aunque admite que nunca ha pisado ese lugar. Su mujer tiene un salón de estética en Barcelona, donde también trabaja la cuñada, y ahí es donde ella conoció al que después se convirtió en su marido: era cliente, iba a masajearse.
Roberto y Li Jie entran por fin en el Registro Civil y se están un buen rato. Al parecer, no es tan fácil resolver su problema. “Me he tenido que poner serio para que nos hicieran caso –dice el hombre cuando sale–. Al final ha resultado que cometieron un error en el certificado de defunción: pusieron que el hombre estaba soltero y por eso decía lo mismo en el documento de últimas voluntades”. También se queja de la “estigmatización total” de los chinos en Catalunya: “A ella, por ejemplo, no le dejaban abrir una cuenta corriente en el banco por miedo al blanqueo de capitales. No hay derecho. Ser chino no significa ser delincuente”. Su cuñada sigue sin entender nada, se despide y se va corriendo: tiene que volver a trabajar en el salón de estética. Roberto, en cambio, no tiene prisa, está jubilado.
Hiroko también es asiática, pero de Japón. Sale del Registro Civil con su marido, Gerard, y empujando un cochecito donde duerme plácidamente el pequeño Kenzo, de tres meses. Es el primer hijo de la pareja. Sin embargo, no parecen muy contentos y ponen cara de cansados. Gerard, que es de Barcelona, resume en pocas palabras por qué han ido al Registro Civil: “Vivimos aquí, pero ella trabaja en Alemania y ahora necesitamos un certificado de nacimiento para que le den la baja de maternidad”, explica refiriéndose a su esposa. El problema es que el certificado debe estar en alemán. "Aunque les damos una traducción jurada, quieren el documento físico y con el sello", añade el chico sin ganas de dar muchas más explicaciones. No está claro si un documento en inglés les serviría de nada. De lo que no cabe duda es que están hartos de burocracia.
Yuri y Nadia Martinenko aseguran que deben ir al Registro Civil cada seis meses para certificar que su hija vive en Barcelona. Sin embargo, no se quejan y salen del Registro con una sonrisa de oreja a oreja. Parecen encantados de la vida. Son de Ucrania y llegaron a Catalunya en abril del 2022 huyendo de la guerra. Nadia estaba entonces embarazada de siete meses. Viajó desde la ciudad ucraniana de Kherson hasta el país vecino de Moldavia, y desde allí recorrió más de 3.000 kilómetros en coche hasta llegar a Barcelona. Tardó catorce días. Con ella viajaban la madre y la abuela de él. Yuri, en cambio, se trasladó desde Crimea hasta Georgia, desde donde pudo llegar a Catalunya. De esta forma evitó que le reclutaran para luchar contra Rusia.
“Elegimos Barcelona porque ya habíamos estado de vacaciones y nos gustaba”, argumentan. Desde que han llegado han aprendido el castellano y ya lo hablan casi a la perfección, aunque Nadia sigue yendo a clase. "Yo tengo un hotel y otros negocios", afirma el chico, sin dar más detalles. Ambos son muy jóvenes: tienen 25 años. Dicen que lo que más les gusta de aquí es "la gente, el clima y la comida". Y lo que más echan de menos de Ucrania es, lógicamente, la familia y los amigos. Dudan que puedan regresar: “Hay demasiadas minas antipersona y posiblemente la guerra va a durar muchos años”. Su hija se llama Olga y tiene ya un año y diez meses.
La cola sigue frente al Registro Civil. “Llevo 21 años aquí, pero me casé en Pakistán hace dos años y necesito un certificado de boda. Aún no lo he conseguido”, se queja un paquistaní que pone cara de pocos amigos y espera pacientemente su turno. "He venido para saber cómo puedo conseguir el certificado de nacimiento de un hombre que nació en 1880. El problema es que no sé si nació en Barcelona o en otro lugar de Catalunya", explica Felipe, que es chileno y ingeniero informático y lleva 9 años viviendo en Catalunya. "El hombre es el abuelo de una amiga de Chile. Quiere tramitar la nacionalidad y necesita el documento”, detalla. Suena casi a misión imposible.
“Llegamos diez minutos tarde, ¿pasa algo?”, dice una pareja, que llega corriendo al Registro Civil empujando un cochecito de bebé. Tienen cita previa. que han ido a hacer: “Hemos venido para tramitar la nacionalidad para mi madre. Lleva 23 años viviendo en España”, dice la más joven. El problema ha sido conseguir la cita previa para realizar el trámite. Nos ha llevado un año”, lamenta. significa que las esperas no sigan siendo igual de largas.
A última hora un par de limpiadoras del Registro Civil salen a fumar a la calle con el uniforme blanco de trabajo. Dan caladas mientras petan la charla frente al edificio. Uno de los vigilantes recoge las vallas que había colocado en la acera para distribuir a los que hacían cola. El Registro Civil está a punto de cerrar. Mañana será otro día y vendrá más gente con casos de todo tipo.