ORTEGA. Catón se hizo célebre porque acababa todas sus intervenciones en el Senado romano con una coletilla que se convirtió en profética: “Por otro lado, creo que Cartago tendría que ser destruida (delenda est Carthago)”. Veintiún siglos después, Ortega y Gasset sentenció a Alfonso XIII adaptando este latinajo a los imperativos del momento, y escribió en un artículo en El Sol: “Delenda est monarchia”. Espero que las autoridades de la pureza moral me perdonen por citar a un romano que defendía la esclavitud y los juegos de gladiadores y a un filósofo español que acabó abrazando el franquismo y burlándose del desaliento de “las razas vasca y catalana” frente al impulso civilizador de Castilla. (Ortega es hoy una figura entronizada en España, mientras que aquí los comuns y el PSC han permitido que un xenófobo de pensamiento y de hechos, como Manuel Valls, restregue el nombre de Heribert Barrera por el barro. ¡Qué tiempos!) Pero no quería hablar de esta obsesión revisionista que nos hace perder tanto tiempo y tantas energías, sino de la cita de Ortega y su vigencia. Ahora que reina el bisnieto de Alfonso XIII, hay que volver a decir muy fuerte: la monarquía tiene que ser destruida.
LESMES. Ninguna iniciativa regeneradora en España será creíble si Felipe VI se mantiene en el trono. La monarquía es una institución demasiado podrida, y al mismo tiempo demasiado nuclear, demasiado representativa del sistema, para dejarla subsistir aunque sus miembros se conviertan en simples figuritas de pesebre -que no es el caso, como acaba de demostrar el monarca alineándose con el bunker judicial-. Los Borbones representan lo peor de la historia de España, y ahora, a través de Felipe y su padre, la Corona es la cara visible de la corrupción, de la preeminencia de los poderes opacos del Estado y de la represión contra Cataluña -que es desde hace tres siglos, digámoslo con orgullo, la gran enemiga de los Borbones-. Son motivos más que suficientes para deshacernos de ella. Si queréis más, escuchad el reciente discurso de esta figura siniestra llamada Carlos Lesmes, usurpador de uno de los poderes del Estado, secuestrado por la derecha más rancia, el de las togas. El rey no ha podido venir a Cataluña para agasajar al poder judicial, y los jueces culpan de ello al gobierno Sánchez, que aduce motivos de seguridad. Conclusión: el primer poder cuestionado por el tercero, y el monarca incordiado al constatar que ya no puede pasear por aquí como si fuera su casa. Interesante golpe moral para el soberanismo. Ya tocaba.
BATALLA. A los catalanes, que caiga la monarquía española no nos garantiza la independencia. Quizás ni siquiera nos acerca a ella -haría falta que España, una vez echado el rey, fuera capaz de reinventarse, para lo cual se tiene que tener mucha fe-. Pero del mismo modo que todos estamos de acuerdo en que tenemos que ser más, también tenemos que entender que los otros tienen que ser menos; que hay que debilitar al adversario y ponerlo en contradicción. Por mucho que los oráculos de un lado y otro intenten pretender que el proceso catalán ha sido una pérdida de tiempo, la evolución de los hechos ha favorecido un movimiento de placas tectónicas de carácter defensivo en la yema del huevo del régimen. Fuera del gobierno, la derecha se atrinchera bajo las togas. El rey, debilitado y a la defensiva, también busca cobijo. Si se constituye una nueva santa alianza, si el monarca, la derecha política y el poder judicial hacen frente común con el Íbex, la patronal y los Fainés y los Olius de todo tipo, los demócratas catalanes nos cargaremos de razones, el socialismo se encontrará en un callejón sin salida y los indecisos lo tendrán más complicado para mantener sus equilibrios. Hay que librar otras batallas en otros muchos frentes, pero hoy querría recordar la necesidad de no descuidar esta.