Cuentas públicas

Guillem Oliver: el celebrado alcalde de Barcelona que sufrió más la represión borbónica

Empresario y político del siglo XIX, viajó por Europa e impulsó impuestos más justos como diputado en Madrid

“No hay razón por la que Catalunya, después de pagar tantos millones por tener un gobierno que proteja su industria o, por decirlo mejor, su propiedad, la más respetable de todas como es el trabajo, les sirva sólo para hacerla tributaria y esclava al mismo tiempo de las demás provincias y extranjeros”. Este texto, que en cierto modo podría ser firmado en tiempos actuales, es –según publicó el economista Ernest Lluch en su día– un fragmento de un discurso de 1822 del economista y empresario Guillem Oliver Salvà, que ya en su tiempo ponía negro sobre blanco uno de los problemas seculares del país.

Personaje irrepetible e hiperactivo, que dormía sólo cuatro horas y que a los catorce años fue testigo en primera persona de la Revolución Francesa. Emprendedor, político, teórico de la economía y estudioso de todo lo que se le pusiera por delante, Guillem Oliver tuvo una vida trepidante, llena de curvas, de ascensos al poder y de caídas en el infierno. Gracias al dominio de varias lenguas extranjeras pudo viajar por Europa en una época en la que esto no era nada común. Con estudios en derecho y economía, muy joven se puso a trabajar como administrador del patrimonio de personajes bien situados de la época, lo que le permitió acumular la cantidad de capital suficiente para establecerse por su cuenta. Primero como tratante de cereales en Tarragona y, después, como empresario con negocios de aguardiente –muy de moda en la época– y de jabón.

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Pero antes ya había entrado en política, su otra gran pasión. Durante la Guerra del Francés (1808-1814) se implicó mucho en la defensa del Principado, formando parte de manera muy visible de las entidades y comités que se crearon con este propósito. Con la caída de Tarragona a manos de los franceses (1811) tuvo que huir a su Mallorca natal para continuar su labor de resistencia. El fin del conflicto bélico no significó que dejara de estar en peligro, porque entonces fue perseguido por parte de los absolutistas por sus ideas liberales, que había esparcido a los cuatro vientos.

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Con la llegada del Trienio Liberal (1820-1823) por fin pudo aplicar todo lo que creía. Durante este período fue diputado en Madrid, desde donde propuso una reforma para la Hacienda estatal, con cuatro pilares básicos: gastos mínimos, máxima utilidad del gasto, impuestos justos y proporcionados, e invertir con criterio económico. Pero el regreso de los absolutistas al poder le obligó a huir de nuevo: en 1826 se instaló en Barcelona y empezó un viaje por Europa en el que estudió mejoras para sus negocios; de los franceses aprendió los avances en la producción de aguardiente, de los marselleses las nuevas técnicas para elaborar jabón y de los suizos, cómo hacer la agricultura más eficiente. En Barcelona coincidió con el régimen del terror impuesto por el capitán general Charles de Espagnac, que, pese a todo, respetó la integridad física de Oliver. El trato que le dispensó queda patente en una frase que el llamado Tigre de Catalunya dejó para la historia: “Si todos los liberales fueran como Oliver, yo también sería liberal”.

Una vez terminada la Década Ominosa, los hechos se suceden de manera acelerada: amnistía de 1832, estallido de la primera carlinada en 1833 y levantamiento de 1835. Y en todas partes Oliver, de una u otra forma, está implicado . En 1837 fue nombrado alcalde de Barcelona, ​​justo cuando la ciudad estaba bajo la represión –una más– del capitán general Ramón de Meer y Kindelán. Éste no se mostró tan respetuoso como Espagnac y, tan pronto como pudo, hizo detener a Oliver: una madrugada de octubre de 1838, los Mossos d'Esquadra entraron en su domicilio de la calle Montcada y se lo llevaron detenido en las Drassanes, para después encerrarlo en los calabozos de la Ciutadella. Todo esto desembocó en un nuevo exilio en Mallorca. El regreso a Barcelona, ​​cuando De Meer ya había sido destituido, fue celebrado en el puerto de la ciudad por miles de personas. Pero la alegría duró poco, porque, con la salud muy mermada, Oliver acabaría muriendo pocos días después.