CRÍTICA TV

Niños prodigio, niñas derrotadas

'Prodigios' pone en valor la formación y la constancia, pero en ocasiones resulta empalagoso

Mònica Planas

Este fin de semana se acabó el ‘talent show’ de TVE ‘Prodigios’. En una etapa televisiva en la que abundan este tipo de concursos, el de la televisión pública ha marcado las diferencias porque ha sabido poner énfasis en otro tipo de valores, seguramente más necesarios. Si hasta ahora los ‘talent shows’ de criaturas se basaban en premiar a niños que tienen un supuesto don natural para cantar éxitos comerciales y populares de manera autodidacta, ‘Prodigios’ se centra en niños que, desde hace tiempo, están recibiendo una formación académica. El programa tiene tres modalidades: instrumento, danza clásica y canto lírico. Los participantes son chicos y chicas que saben lo que es repetir, repetir, repetir y repetir para mejorar. Se esfuerzan por conseguir la perfección según unos códigos de aprendizaje permanente, depuran el dominio de la técnica y no buscan la fama, sino el virtuosismo de un arte. No es la televisión la que les proporciona los conocimientos, sino que es en el programa donde van a mostrar todo lo que han aprendido anteriormente. Hay un jurado integrado por artistas reconocidos en cada una de las disciplinas: Nacho Duato, Ainhoa Arteta y Andrés Salado. El premio, para un solo ganador, es una beca en un centro de prestigio para continuar su formación. En este sentido, el 'talent show' es positivo y propio de una televisión pública, ya que pone en valor la formación, el esfuerzo y la constancia para sobresalir.

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Lo peor del programa es la presentación de un Boris Izaguirre que divaga, una mala gestión televisiva del 'backstage' que no sabe cómo resolver y unas innecesarias participaciones de artistas invitados. También es terrible el vestuario de las niñas, a las que visten con ropa de lentejuelas como si fueran cantantes de orquesta de fiesta mayor, y el lenguaje que utiliza el jurado para referirse a las criaturas cuando actúan: “Mi amor”, “Cariño”, “Cielo”, “Me lo comería”, “Es un ángel”, “Me lo llevaría conmigo”. Es empalagoso y latoso y, en algunas ocasiones, este deseo de apropiarse de los niños acaba resultando incluso inquietante.

En el último programa se escogía al ganador de cada disciplina y, finalmente, al prodigio único que se llevaba la beca. Supongo que casualmente cada disciplina tenía como finalistas a una niña y un niño. Por lo tanto, había seis candidatos: tres niñas y tres niños. Pasaron a la final los tres niños. Ellos, ganadores. Ellas, las eternas esforzadas, conformadas con el segundo lugar. Ellos, en el escenario, crecen. Ellas, se hacen pequeñas. El virtuosismo en ellos despierta fascinación. En ellas, genera espíritu crítico. La mirada sobre ellas, la manera de juzgarlas, la de hacer evidentes sus imperfecciones parece más escrutadora. Se quedaron las tres niñas en el escenario, cogidas entre ellas y con cara de pena, mientras se llevaba a los chicos a preparar la última actuación. Desconozco si por virtuosismo debía ser así, pero el mensaje que dieron a las niñas y a la audiencia fue trágico.