La antorcha olímpica de Monsieur Hulot
The New Yorker acaba de dedicar la portada a los Juegos Olímpicos de París. Les ha quedado una declaración de amor de Nueva York en París. La antorcha con la llama olímpica entra en la capital llevada sobre un modesto velomotor por Monsieur Hulot, que conduce todo derecho e imperturbable, con la gabardina, el sombrero, la corbata de lazo y la pipa reglamentarias. De paquete viaja un niño que sonríe todo satisfecho mientras agita la bandera tricolor. El dibujo es tan sugerente de un tiempo y de un país que casi se siente la banda sonora con un acordeón. Es una ilustración de línea clara que firma Paul Rogers, quien explica: “He utilizado al personaje creado por Jacques Tati como encarnación perdurable del espíritu de Francia”.
No sé si es tan perdurable como dice el ilustrador estadounidense. No sé cuántos franceses que fueran encuestados hoy de forma espontánea sabrían decir quién era Jacques Tati o podrían llamar a algunas de sus películas. Porque su personaje bondadoso, modesto, educado, pulcro, apasionado por el progreso de una modernidad material que le mete en líos, es ya pura nostalgia. Y el espíritu de Francia, como tantos otros espíritus nacionales, ha mutado, se ha mezclado, ha cambiado de valores y se ha endurecido.
Con algunos de estos cambios, sobre todo los ligados a los derechos y libertades, hemos salido ganando. Pero mirarme la portada de Monsieur Hulot con la antorcha me ha hecho sentir el pinchazo de la desaparición de aquella vida de vecindario popular, de la fiesta mayor de Gràcia, por ejemplo, donde alguien que tiempo atrás nos hubiera dicho que algún día vendrían turistas a verla, le habríamos contestado que no estaba todo. Han desaparecido los Hulots (quizás en Catalunya el Espinàs fue el último), y con ellos un tipo de personalidad que hacía la vida más divertida, elegante e inteligente.