Democracia y populismo: la Roma de Shakespeare

George Steiner mantiene que “quizás en nuestra breve historia evolutiva todavía no hemos aprendido a pensar”. Así, unos primates que viven en un planeta pequeño de una estrella vulgar, en una galaxia como miles de millones de otros, estaríamos en una fase más bien infantil en términos evolutivos. ¿Tiene razón Steiner?

Pongamos un ejemplo. ¿Pensamos bien las democracias? Últimamente un libro muy citado, más allá de los ámbitos académicos, es Cómo mueren las democracias (Levitsky y Ziblatt, 2018). La respuesta básica que dan es que las democracias actuales están deslizándose hacia posiciones autoritarias, no por golpes o revoluciones externas, sino por factores constitutivos internos de las propias democracias.

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De hecho, ésta es una idea tan antigua como la democracia ateniense de los siglos V-IV a. Sabemos que algunos eran muy conscientes de ello, especialmente después de perder la guerra del Peloponeso. Se introdujeron soluciones institucionales. Así, la Asamblea vio recortadas sus funciones legislativas a manos de una institución ciudadana más restringida (Nomotehai).

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A veces algunas obras literarias contienen reflexiones relevantes a pesar de que éste no sea su objetivo. En relación a las democracias, como he dicho alguna vez, creo que destacan dos tragedias de Shakespeare de temática romana. La primera es Coriolano, elogiada por TS Eliot y H. Bloom. En esta obra no se hacen demasiadas concesiones idealizadas al “pueblo” (“monstruo de muchos jefes”), ni a sus representantes (unos tribunos de la plebe centrados en sus intereses). Pero la idea básica es que las democracias llevan en su interior el germen de su propia destrucción. La principal amenaza de la República vive dentro de sí misma. Es una idea potente –que creo que algunos directores de teatro no acaban de captar cuando contraponen la democracia a peligros autocráticos externos.

La segunda obra es Julio César. Pese al título, el personaje central no es César, sino Bruto. Aquí el contraste está entre dos formas de entender la legitimidad del poder y las relaciones entre las élites y los ciudadanos, reflejadas en los discursos de Bruto y Marco Antonio tras el asesinato de César. Bruto mantiene que si bien matar a un dirigente es un acto contrario a los principios éticos, puede estar legitimado hacerlo si así se mantienen las instituciones que salvaguardan las virtudes públicas. Apela a los valores republicanos, a la libertad colectiva de Roma, al orgullo de ser ciudadanos de la República. Es un discurso en prosa, de carácter estoico, racional. Cree que no necesita retóricas demagógicas, promesas materiales en el pueblo o apelaciones a las emociones asamblearias. La virtud pública es algo más que suficiente argumento.

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El discurso de Marc Antoni es distinto de forma y contenido. Es un discurso retórico y hacia dirigido a satisfacer las expectativas inmediatas de la audiencia. Viene a decir que resulta imposible que César fuera un peligro para el pueblo y para la República porque César amaba al pueblo. Bruto es un hombre honorable, dice, pero los asesinos de César son unos “enemigos del pueblo”. Y habla de los beneficios materiales que suponía la política de César para la mayoría. Emplea una retórica populista y emocional apoyada en la habilidad práctica de saber escoger las palabras para conseguir un objetivo político concreto: persuadir de forma efectiva una asamblea de ciudadanos.

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Marco Antonio gana la disputa. Bruto comete un triple error: creer que un discurso meramente moral es suficiente para persuadir políticamente al pueblo; creer que hablar antes de que Marco Antonio no es ningún problema dada la fuerza de sus argumentos, y creer que la fuerza de los argumentos está más en las ideas y valores defendidos que en las palabras que se utilizan para expresarlos.

La demagogia y los populismos no son exclusivos de las democracias, pero no hay que olvidar que democracia y demagogia nacieron juntas. Hoy los populismos asociados a la inmigración generan disonancias cognitivas y morales en muchas organizaciones políticas y sociales, especialmente las de izquierdas. Les es un tema incómodo. Y cuando lo plantean adoptan la actitud de Bruto: un discurso meramente moral que no aborda los problemas prácticos que la inmigración también comporta: problemas laborales, culturales, educativos, lingüísticos, de empobrecimiento de barrios, etc. Las organizaciones de extrema derecha lo tienen fácilmente retóricamente. Como Marc Antoni, les basta con apelar a los problemas, emociones e intereses inmediatos, aunque tampoco tengan soluciones efectivas.

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Con su inoperancia y cobardía mental y práctica, la mayoría de las izquierdas europeas están incentivando uno de los gérmenes internos más corrosivos de las democracias, el populismo iliberal. Ser “progresista” no es combatir a la extrema derecha con retóricas moralistas o incentivando el miedo o “cordones sanitarios” ante la derecha extrema. Más bien es asumir los problemas fácticos, no esconderlos. Ir en contra del islamismo radical, por ejemplo, es perfectamente liberal y democrático, a diferencia de defender una posición antiislam en general.

Hay que hacer caso a la advertencia de Steiner y procurar pensar mejor la "pluralidad", más que simplemente refugiarse retóricamente en las bondades del "pluralismo".