Empacho de decibelios
Uno va a un restaurante a comer. Y, si va acompañado, a conversar o compartir una buena comida, una sobremesa. La restauración es, entre otras muchas cosas, un acto social. Sin embargo, cada vez es más habitual entrar en un local y encontrarse una música tan alta que obliga a gritar para pedir el pan a uno de los comensales.
No hablo de bares nocturnos ni de locales de copas. Hablo de restaurantes. Las conversaciones se truncan porque nadie oye nada. ¿Cuál es la función de la música en un restaurante desde el punto de vista económico? Tiene dos.
Primera: la música crea atmósfera. Sitúa al cliente en una época, en un estilo, en una identidad. Igual que la luz o la decoración. Forma parte de la experiencia. Segunda: hay estudios que muestran que la música alta aumenta la rotación –la gente come más rápido– y reduce el tiempo de permanencia. Funciona para el local que quiere muchos turnos.
Sin embargo, desde el neuromarketing hay bastantes evidencias de que el ruido elevado incrementa el estrés y reduce la percepción de control. Dificulta la conversación, y la conversación es uno de los principales generadores de satisfacción en experiencias sociales como comer fuera. Elevar la voz se interpreta cognitivamente como una falta de intimidad y como incomodidad.
Aquí aparece la paradoja económica. El restaurador busca mejorar la experiencia con música. Pero cuando lo hace mal introduce una fricción que erosiona la tan repetida experiencia de cliente de la que tanto se habla. Y, al salir, ya fuera, oyes: "El sitio está bien, pero la música es insoportable".
El restaurador piensa: "Si no hay música, falta algo". Y esa algo es precisamente lo que sobra. En el diseño de servicios, quien diseña las experiencias a menudo no las pone a prueba. El propietario oye la música en un local vacío. Pero el cliente lo hará en un local lleno. Lo mismo ocurre en los hoteles. Siempre digo que los interioristas no duermen en las habitaciones que diseñan.
Hay soluciones sencillas. Música cuando el local está vacío y reducción automática de decibelios a medida que aumenta el ruido ambiental. O, sencillamente, silencio. Que también es una opción estética.
Probablemente hay clientes que disfruten de la música alta. Seguro. Pero el error es pensar que esta preferencia compensa a la mayoría de clientes. En restauración, como en tantos otros servicios, lo que molesta pesa más que lo que gusta. Hay que entender para qué sirve un restaurante, además de comer. Cuando el cliente sale aturdido, la experiencia no ha sido buena, por muy buena que fuese la comida.