Fantasías de la señora de realizar trabajos
Va con uniforme de trabajo: pantalón blanco, crocos blancos, bata de rayas azules y blancas. Limpia el suelo, limpísimo, con lo que llaman una mopa. El establecimiento es de cocinas y baños de lujo, pero en el cartel de encima del grande escaparate de cristal se puede leer, en letras grandes, el nombre de una marca de baldosas de cerámica. Las instrucciones que la mujer tendrá son, sobre todo, que el suelo –que es el emblema de la marca– esté impecable.
La cocina de exposición es negra, de granito, pensada para ser “abierta”. Tiene una campana extractora, también negra, con unas tiras de acero para colgar lo que se quiera. Tiene accesorios, como una cubitera integrada, que prometen vida intensa con amigos. Amigos que toman cerveza y tal vez ayudan a cortar zanahoria (siempre es zanahoria) mientras los dueños terminan la comida.
La mujer se detiene. Le ha sonado el móvil. Deja la fregona en la pared, forrada de espejo, y, ensimismada, apoya los pechos y los antebrazos, del todo abandonada, en el granito negro y se lo lleva al oído, horizontal. Mueve el culo, sin querer, a uno y otro lado. Escucha, sonriendo, un mensaje, quién sabe si de un hijo, de un familiar lejano. Entonces vuelve en sí, y mueve la cabeza. Por un instante se imagina que no está limpiando esa tienda de cocinas y baños. Pasa la mano plana por el granito. Se imagina que esa cocina es de verdad, de una casa acomodada, y ella trabaja, en esa casa, donde figura que hay niños pequeños, y donde figura que, ya se lo han dicho, puede coger latas de refresco o de lo que quiera de la nevera (figura que siempre hay) sin pedirlo. Mueve la cabeza y toca el asno con los ojos muy abiertos. ¿Por qué no se ha imaginado que la cocina es suya y que es ella quien tiene una criada que limpia ya la que le permite tomar refrescos? Vuelve a coger la fregona. No, no, esto no puede permitírselo. Las fantasías, para ella, también deben tener ciertas restricciones.