Hablar en catalán en Mallorca
Hace unos días, los diarios y redes se llenaron de titulares que hacían referencia a la expulsión del entrenador de la UE Petra por parte de una árbitra que no entendía el catalán. Según el entrenador, la cuestión lingüística fue el principal detonante de la expulsión; según el árbitra, aunque reconoce que no entiende el catalán y que pidió al entrenador que se dirigiera a ella en castellano, la causa de la expulsión fueron los malos modos del hombre.
Un episodio así es goloso para muchos medios, sea cual sea su línea editorial. Mientras algunos explicaban que habían expulsado a un entrenador de Mallorca por el hecho de hablar en catalán, otros se recreaban en las supuestas amenazas que habría recibido y denunciado el árbitra como consecuencia de este conflicto. En cualquier caso, no me sorprende que el asunto encienda las redes por parte de defensores y detractores de uno y otra. No me sorprenden (nunca me sorprenden) los tuits de quienes piensan que hablar en catalán en un territorio donde el catalán es la lengua propia responde a una tozudez anacrónica, absurda y provocadora. Y no me sorprenden (empatizo, de hecho) las reacciones indignadas y acaloradas de quienes se han vuelto necesariamente susceptibles a cualquier indicio de desprecio, condescendencia o rechazo explícito a la lengua en la que pensamos, sentimos y hablamos.
Y es que el árbitra dijo que el catalán no fue el desencadenante definitivo de la expulsión, pero lo más triste es que, de haber sido así, no nos vendría nada nuevo. Éste es el drama en Mallorca: estamos tan acostumbrados a las faltas de respeto al catalán que nos enfadamos, nos irritamos, llamamos, hacemos tuits y titulares, protestamos… pero no nos sorprendemos. ¿Cómo puede sorprendernos, si cada día, en tantísimas situaciones cotidianas —en las escuelas, en los restaurantes, en las tiendas, en el médico, en los bancos, en el supermercado—, nos vemos obligados a utilizar el catalán como una especie de acto de resistencia?
Personalmente, no pasa un día sin que me encuentre en una tesitura lamentable relacionada con el catalán. Y entonces, o bien cambio de lengua, medio acotando la cabeza, medio disculpándome, cuando la otra persona responde ¿qué has dicho?, ¿cómo? o no te entiendo cuando digo que querría un zumo de naranja o cuando le explico que me duele la barriga, o tengo que encararme con alguien de quien depende mi salud o el préstamo o el trabajo o las notas.
A menudo, la manera que he encontrado de mantenerme firme en el catalán sin tener que notar la adrenalina previa o la irritación posterior al ¿cómo? es acompañar las peticiones o explicaciones de una gesticulación muy excesiva y redundante: para saber si puedo pagar con tarjeta, por ejemplo, muestro mucho la tarjeta de crédito; para preguntar dónde está el baño hago una especie de cara de urgencia; cuando pido la cuenta hago el gesto de la mano con la esperanza de que la persona me entendería aunque se le preguntara en yiddish.
Y así es como reconozco a los catalanohablantes que me encuentro durante mi jornada: son personas enfadadas e indignadas, personas cansadas de defenderse y de no poder ser naturales en el uso de su lengua, y personas que, si son como yo, gesticulan mucho.