Contra el infantilismo

Dejemos a un lado los gritos de ritual de los sectores de la política que respiran pero no piensan, los que en Madrid se han llenado la boca proclamando, ahora sí, el final del Procés (han tardado mucho en enterarse, que es lo que ocurre cuando se habla desde el prejuicio y la irritación), y los que aquí, con la boca pequeña, insisten en que lo volveremos a hacer. La realidad es más prosaica. Y las elecciones han hecho emerger algunas lecciones que daba pereza reconocer.

La primera es una historia mil veces repetida. Todo proyecto político, por ambicioso y noble que sea, se estrella cuando quiere ir más allá de sus fuerzas e, incluso teniendo conciencia de ello, no se es capaz de detenerse. Y esto lo sabemos desde hace siete años, cuando en el Parlamento catalán, en vez de convocar elecciones, se hizo la simbólica –ni siquiera publicada– proclamación de la República. Allí empezó el fin del Procés, y lo que ha pasado ahora es que se ha hecho electoralmente visible. Lo que no equivale a cantar las absueltas del independentismo. Toda nueva etapa se construye sobre el pasado y, más o menos debilitado, lo seguiremos teniendo aquí.

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La segunda lección es el cansancio de un Procés que ya solo se aguantaba retóricamente y que se ha expresado con una abstención significativa en los espacios de voto tradicionales del independentismo y con un importante giro conservador. Las formaciones de izquierdas (ERC, Comuns, CUP), por razones diversas, salen castigadas. Y el giro a la derecha es sensible con el desplazamiento de voto de Esquerra hacia Junts y con los buenos resultados de la derecha y la extrema derecha. Feijóo ya ha puesto en marcha el desplazamiento hacia los tópicos del autoritarismo posdemocrático, asumiendo el discurso antiinmigración, sobre el que Vox y Aliança Catalana han montado sus estrategias.

La tercera lección viene dada por el voto a favor de las políticas que después de la batalla (de la respuesta represiva) han buscado la reconstrucción de puentes. La amnistía, expresión del mal para el bloque antisanchista madrileño, ha estado ausente de la campaña. Es evidente que la sociedad catalana la tiene perfectamente asumida. Ni el PP se ha atrevido a llevarla a escena. El éxito socialista y el mapa de la participación (los lugares en los que más se ha votado) legitiman la estrategia de distensión y negociación del presidente Sánchez con los independentistas.

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La cuarta lección es que la mitología del Procés decae, y quien la representaba, el president Puigdemont, ya ha quedado normalizado como una figura más de la política catalana. El aura del exilio le ha servido para castigar a Esquerra Republicana y capitalizar el desgaste del gobierno en solitario. Pero ha quedado muy lejos del fenómeno del mito que algunos habían intentado construir. Ya es un actor como los demás, buscando desesperadamente salvar los muebles. Cuando te presentas como el gran redentor y quedas en segunda posición, a sensible distancia del adversario contra el que compites, las pasiones decaen.

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La quinta lección es la que nos deja Ciudadanos: el problema de los partidos monotemáticos –con la lengua, el catalán, como enemigo número uno–, que pueden escalar en un momento de alta tensión, haciendo de la rabia la forma de estar en el mundo, pero que se deshacen como un terrón de azúcar cuando vuelve la calma. En política, como en la vida, no basta con ir a la contra, hay que tener algo que proponer. Triste episodio de sectarismo y de grosería política, que atrajo a mucha gente en un momento de confrontación y que ya ha entrado en el trastero.

¿Todo esto dónde nos lleva? Simplemente, ahora toca hacer política en el sentido menos épico de la palabra. Es obligación de los partidos políticos traducir los resultados electorales en un gobierno. Solo una situación excepcional podría justificar la repetición de elecciones. Y quien tenga fantasías que lo piense dos veces. Se entiende, sin embargo, la frustración de Puigdemont aterrizando en la realidad. Pero tengo la sensación de que el escenario solo admite dos opciones: un acuerdo para que gobierne Illa (que requeriría, evidentemente, una compleja negociación con efectos también en Madrid) o la repetición electoral. La victoria de un PSC cada vez más centrista y el descenso del voto nacionalista dejan un mapa electoral más conservador y menos independentista. No volvamos a perder el mundo de vista. El infantilismo es la peor enfermedad de la política.