Inmigración: consideraciones intempestivas

Termina agosto con imágenes preocupantes del alud de pateras que llegan a las costas canarias. Conozco y amo aquellas islas más allá de los tópicos de sol y playa. Tengo un timple –un pequeño instrumento de cuerda que allí todavía está vivo– hecho por el lutier Antonio Lemes en Teguise, Lanzarote. Antes de empezar a escribir este artículo he tocado los acordes básicos de una folía; me traen buenos recuerdos de la isla de La Graciosa. Los canarios son gente amable y hospitalaria, pero la situación objetiva de colapso en islas como El Hierro tiene un límite. Estamos hablando de sitios pequeños y frágiles. Sobre la inmigración parece como si todo se hubiera dicho; pero al mismo tiempo, viendo los resultados de las supuestas soluciones, parece que no se ha dicho nada definitivo. Quizás va siendo hora de explorar otras perspectivas por medio de consideraciones que rehuyen los argumentos habituales y la retahíla de lugares comunes que llevan pegados como una garrapata. Disculpen, pues, que no siga el discurso mainstream.

¿Si existiera alguna forma realmente efectiva de control fronterizo marítimo, terrestre y aéreo que no pusiera en riesgo la integridad física de las personas que intentan acceder irregularmente a un territorio, ahora estaríamos hablando de esta cuestión? Creo que no. De hecho, si esta posibilidad imaginaria llegara a ser real, la disyuntiva de migrar quedaría descartada en los propios países de origen. Si un control así no existe, ¿qué sentido tiene entonces plantear la hipótesis? Tiene mucho sentido y por eso la pongo en primer lugar: quizá el problema no es el flujo migratorio en sí mismo, que es algo que ha pasado toda la vida, sino su gestión en unas circunstancias que ya no tienen nada que ver con las de otros tiempos. Esto nos lleva al siguiente punto.

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¿Y si resulta que con un mismo término, inmigración, nos estamos refiriendo a fenómenos que, en realidad, son muy diferentes? Si aceptáramos esta segunda hipótesis, algunos discursos que acaban materializándose en políticas públicas no tendrían mucho sentido. Por ejemplo, la reconstrucción europea generó, hacia finales de la década de 1950, un alud migratorio de grandes proporciones (españoles, portugueses o griegos que iban a trabajar a países como Alemania o Bélgica, etc.). Iban requeridos por los propios gobiernos. Hoy estas necesidades no existen. Las personas que tuvieron que huir a Francia en 1939 –entre otras, mi propia familia– tampoco tienen mucho que ver con gente que quiere mejorar su vida y entra por Barajas con un visado turístico. Aunque etiquetemos todos estos movimientos humanos bajo un mismo término, ni las causas del desplazamiento (en el lugar de origen) ni sus consecuencias (en el lugar de destino) resultan en absoluto comparables. El derecho de asilo, por ejemplo, debería ser una premisa casi sagrada tanto por razones legales como éticas. El resto forma parte de otras circunstancias y perjudica a los legítimos solicitantes de este derecho, que son, de hecho, una minoría asumible por cualquier estado europeo.

Por último, en un mundo tan interconectado como el nuestro, conviene observar con atención cuáles son aquellos agentes del proceso que, pese a su importancia, no tenemos en cuenta. Ahora mismo, una parte sustancial de la presión migratoria de África hacia Europa es atenuada por el colonialismo sostenible (modo irónico on) que China hace en ese continente. Se lo resumiré en un ejemplo. En 2003 en China había menos de 2.000 estudiantes universitarios africanos; en 2015 eran ya 50.000, la mayoría becados, etc. Esto por no hablar de inversiones astronómicas en infraestructuras ferroviarias, agrícolas, etc. ¿La solución –para todos– es esa? No lo sé, pero es bastante probable que las cosas vayan en esa dirección.

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Y ahora, si me lo permiten, vuelvo a Canarias, a Teguise, que es el pueblo del interior de Lanzarote donde el maestro Antonio Lemes construyó mi timple hace muchos años. Algunas localidades canarias llegaron a perder casi la mitad de su población en la década de 1950 a causa de la migración masiva hacia Venezuela: muchos llegaban precariamente con sus propios barcos de pesca. Hoy, aparte de las pateras que llegan a las islas occidentales, Barajas recibe a descendientes de aquellos canarios que ahora huyen del régimen de Maduro (7,7 millones de personas). ¿Una situación simétrica? Sí y no: salvo el desplazamiento físico a menudo penoso, que es lo mismo, estos procesos reclaman soluciones diferenciadas. Solo debe haber una premisa común sobrevolándolas: el respeto escrupuloso por los derechos y la dignidad de las personas.