La innovación y sus dilemas

A principios del siglo XX el gusto estético ya no tenía suficiente con la calidad y pedía la novedad, especialmente en forma de transgresión. A finales del mismo siglo, un producto tecnológico, además de satisfacer de forma eficiente su función, debía hacerlo con originalidad. La excelencia, en el arte y en la tecnología, sólo podía ser innovadora.

Libros como The Innovator's Dilemma, de Clayton Christensen (1997), incidiendo en esta idea, diferenciaron entre la innovación sostenida (que mejora las prestaciones de un producto; por ejemplo, del teléfono fijo) y la innovación disruptiva (que genera nuevas necesidades al ofrecer un producto inesperado e irresistible, como el teléfono móvil). Christensen insistía en que la innovación sostenida puede llevar a una empresa a quebrar. Si quieres tener futuro, debes entender que la disrupción es un objetivo estratégico urgente para las empresas.

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En poco tiempo, se hizo dogmática la tesis de que el mundo está cambiando a una velocidad que ya no será el mayor quien se coma al pequeño, sino el rápido quien devore al lento: o cambias pronto o quedarás fuera del mercado. No tardó en hacerse popular una cita atribuida a Henry Ford: "Si le hubiera preguntado a la gente qué quería, me habrían contestado que caballos más rápidos". Ford optó por la innovación disruptiva y ofreció el automóvil.

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La idea de innovación disruptiva fue aceptada de forma mimética y acrítica por un buen número de pedagogos que encontraron en Cataluña el caldo de cultivo más fértil para la disrupción, dando por hecho que lo bueno para la telefonía o los transportes también debe serlo para la educación. La fiebre fue tal que era difícil decidir si la escuela necesitaba una nueva educación o si la fe en la innovación necesitaba una nueva escuela.

Volvemos a Ford. Dicha cita es pegajosa, pero suena ingeniosa. No hay pruebas de que Henry Ford lo dijera, pero a principios del siglo XXI nos sentimos tan identificados que a menudo se utiliza para despreciar la investigación sobre los usuarios: "Los usuarios no saben qué quieren. No nos molestamos en hablar con ellos".

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Sin embargo, la excelencia no puede eludir al usuario. Aristóteles ya se preguntaba quién debe decidir sobre la excelencia de una casa, si quien la diseña o quien vive en ella. Optó por el sentido común: por último, que es quien convive con el producto. Ahora bien, si el usuario elige, lo hace con sus criterios, que en ocasiones son muy poco innovadores. Ha elegido, por ejemplo, recuperar el disco de vinilo o seguir confiando en el bolígrafo BIC o en el imperdible, mientras que ha rechazado el Laserdisc, el Betamax, la Coca-Cola de cereza, las yogurteras, el vino sin alcohol, etc.

En conclusión, la innovación sólo puede sostenerse si el pasado pierde autoridad, si la tradición sólo existe para ser superada, si la memoria histórica es un trasto destartalado, si las particularidades que nos vinculan con una cultura son menos valiosas que las generalidades universalistas. En la entrada del Edén de la innovación está implícita esta advertencia: disfruta de todos sus sentidos, salvo el sentido del pasado. No sé qué papel reserva el futuro a quien crea que el hecho de escribir después de Proust no nos hace mejores escritores.

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El pasado sólo puede ser una carga para quien crea que no hay nada en él que no sea histórico y, entonces, superable. La innovación no tiene raíces ni fronteras. Y probablemente tampoco tiene alternativas. Si el objetivo de la innovación es la innovación, la carrera por domesticar el futuro se sostiene en la moralidad de la primacía de lo posible e inmediato sobre lo real. Si todo es posible, toda verdad es provisional. La economía actual se nutre de esa moral y, por eso, su objetivo es acortar la distancia entre consumidores y productos de consumo. Me da miedo pensar en un tiempo en que esta distancia sea eliminada.

La innovación, por sí misma, no garantiza ni la excelencia ni el éxito. Alrededor del 50% de los productos innovadores fracasan total o parcialmente. Nicholas Negroponte, un gurú de la innovación que parecía infalible, aseguró, en el 2010, que al libro de papel no le quedaban más de cinco años de vida. Pero ahí está, viendo pasar el tiempo. Los fracasos son obvios, pero la literatura de los negocios prefiere contarnos historias de innovaciones con impacto positivo. La innovación "mala" sólo es explorada en la ciencia ficción. Existe un indudable sesgo pro innovación, porque ésta está dominada por la lógica del mercado a corto plazo. Sólo recientemente hemos empezado a hablar de Dark Innovation (título de un libro de Ryan T. MacNeil, de 2024). La guerra actual es un ejemplo dramático.