Jaque en el estado de derecho
De acuerdo con la errática doctrina de la Fiscalía del Supremo, es o puede ser terrorista (o no serlo, depende del fiscal que haga la interpretación, y aún de qué día la haga, y de si la hace antes o después hablar con sus superiores jerárquicos) quien participara en las protestas del otoño de 2019 en Cataluña, especialmente en Barcelona. Unas protestas que se produjeron, no lo olvidemos, como respuesta a un caso clamoroso de lawfare, que fue el juicio del Proceso. Todo el que siguió aquellas jornadas pudo ver cómo el tribunal, presidido por Manuel Marchena, no estaba de nada: desde admitir como acusación particular un partido de extrema derecha —Vox, que entonces todavía no tenía, ni de mucho menos, el peso que ha llegado a tener en la política española— hasta dar por buenos, sin ponerle ningún empero, una rastrillera inacabable de testigos descaradamente falsos, desde el que había sido presidente del gobierno de España hasta una corrua de anónimos agentes de la policía que desfilaban recitando robóticamente una misma descripción de los hechos, pasando por otra larga lista de cargos altos y no tan altos, políticos y técnicos, que tampoco dudaban en mentir a conveniencia de una versión criminalizadora de independentismo. El espectador del juicio también pudo ver cómo los testigos y las pruebas de la defensa eran descuidados, minimizados, despreciados o presionados con interpelaciones (a menudo, por parte del propio Marchena) que les cuestionaban. Vimos cómo los observadores internacionales eran menospreciados, cómo se le impedía a la defensa el recurso a las pruebas de vídeo, e incluso vimos a una fiscal, Concepción Espejel, que avanzaba en voz baja, como si fuera un apuntador, las palabras que debía pronunciar un testigo. Por todo ello salió la ciudadanía indignada en la calle, y ahora el Supremo engloba aquellas protestas bajo la etiqueta de Tsunami Democrático y añade el sello de terrorismo. El terrorista jefe era, según estos fiscales y magistrados, Carles Puigdemont, que en ese momento fue, precisamente, el gran ausente del juicio.
España se permitió enviar líderes políticos y civiles a la cárcel, desplegar una alucinante persecución judicial contra Puigdemont que nunca dio sus frutos porque se basaba en falsedades. Ahora llega al paroxismo con este macabro juego con el delito de terrorismo, con el que se pretende impedir la aprobación de la ley de amnistía (entorpecida absurdamente por el no de Junts, que es el partido de Puigdemont, a la votación en el Congreso) y tratar de derribar a un gobierno de España que les molesta y les repugna. Un fraude de ley a cargo de los máximos representantes de la magistratura, que pone el estado de derecho en un peligro real, por no decir en una situación de jaque. El cúmulo de despropósitos y jirones que han llegado a acumular a lo largo de estos años es imposible contar racionalmente a alguien que desconozca su historia. Y es tan espeso que ellos mismos se han perdido en la selva inextricable de su chapuza. Patriótica, eso sí.