Lucernia y la ciudad mágica

Cuanto mayor me hago, menos entiendo las ciudades. No porque me hayan dejado de fascinar, sino porque me cuesta cada vez más creerme determinados relatos. El mundo contemporáneo vive inmerso en debates urbanos que parecen desconectados de la realidad: parámetros, densidades, aprovechamientos, valores residuales… Y yo camino por mi barrio y sólo me interesan los jardines, los olores, las nieblas por la mañana, las plazas y las terrazas bien soleadas para tomar un café y leer en papel.

Si lo miramos con perspectiva, el tiempo de las ciudades es un suspiro en la historia planetaria. Nuestros antepasados Homo sapiens vivían arraigados en la casa. Desde la revolución agrícola, hace unos diez mil años, los humanos dejamos de depender de los ciclos naturales y empezamos a dominarlos. Las primeras sociedades agrícolas vivían ligadas a las estaciones, al calendario y al régimen de lluvia. Para recoger los frutos, era necesario pensar en clave de futuro, planificarlo, domesticarlo. Ese momento hizo posible la explosión de la demografía, la consolidación de la propiedad, la institucionalización de la vecindad y, sobre todo, el sentimiento de pertenencia a un sitio, a una casa.

Cargando
No hay anuncios

Pero no hace falta remontarse a la prehistoria: la literatura siempre me desmonta lo que voy aprendiendo en los documentos reglados del urbanismo contemporáneo. El libro Pared maestra, de Joan Rosàs, publicado por L'Avenç, habla de la casa como espacio y como familia con una lucidez extraordinaria. Es importante, en medio de la fiebre administrativa contemporánea, revivir el origen de los hogares como refugio: construcciones sólidas, de piedra y con una vegetación muy domesticada para alejar a las malas hierbas, a los animales salvajes e, incluso, a los espíritus. Las masías, durante siglos, han tenido elementos simbólicos fabulosos como los espantrujas: dos trozos de teja con una pieza de ladrillo en medio que parecía una lengua.

La casa fue el centro de la orden social antes de la invención de las ciudades. El 90% de la población vivía de la tierra, siendo la casa la unidad básica de producción, de transmisión y de memoria. Toda la familia compartía los frutos del trabajo, su esfuerzo y sus ganancias (y pérdidas), al servicio de un único propósito: conservar el patrimonio común. Nadie poseía nada para beneficio propio; todo pertenecía a la casa. Si el heredero moría, la viuda asumía el liderazgo, porque la casa lo era todo: representación, estirpe, vínculos y comunidad.

Cargando
No hay anuncios

La industrialización rompió este ancestral vínculo, y la casa dejó de ser un lugar espiritual y comunitario para convertirse cada vez más en un producto económico. Hace tiempo que la economía urbana ha transformado con eficacia las casas en "activos", la ciudad en mercado y la vecindad en circunstancia, en palabras de Rosàs. Y las ciudades pasan, rápidamente, de las paredes maestras a los bloques con forjados y pilares de hormigón, donde todo es nuevo y no se conserva de una generación a otra. Los niños reconocen todos los iconos de los coches, los logos de ropa o las marcas de la alimentación rápida, pero no saben distinguir las hojas de los árboles o las marcas en las piedras de las casas.

Mientras leía Rosàs, fuimos al festival Lluèrnia, el Festival del Foc y de la luz de Olot, y me reconcilié con las ciudades que resisten el paso del tiempo sin caer en la imitación y la banalidad de las grandes marcas. Bajo la dirección artística de Xevi Bayona, vimos cabezas germinantes de la Escuela de Arte de Olot, vimos puentes temblando, hongos gigantes en los antiguos lavaderos y haces lumínicos cortando el agua del río con unas cadencias hipnóticas. Vimos retratos dibujados por las escuelas de secundaria en la plaza Mayor, repintada con una sensibilidad extraordinaria. Caminamos por las riberas del Fluvià, sin luz artificial y sin caer. Recorrimos a Olot con las criaturas exultantes en una noche fría de noviembre, pero cálida por la magia de la escenografía nocturna. Y entonces pensé que prefiero esas ciudades que rehuyen lo ordinario y, por unos días, nos invitan a sentir cosas muy distintas entre las mismas piedras de siempre. Los días 7 y 8 de noviembre, en Lluèrnia hubo una fantástica sensación de "casa".

Cargando
No hay anuncios

En la era del individualismo rampante, todo se compartimenta, todo se trocea y todo se replica. Las ciudades han perdido la ambición de asombrar, de celebrar las ventajas de vivir en comunidad. Por todas partes se cuelgan luces navideñas parecidas y las ciudades hacen carreras para instalar árboles de Navidad que son iguales en todas partes: son las normas del consumo y nadie se atreve a alterarlas. Pero la astucia del festival Lluèrnia de Olot no tiene rival, de momento, y desde una apuesta radicalmente contemporánea, muy tecnológica y disruptiva, permite revivir una dimensión de la ciudad que conecta con el fuego, los volcanes, la astrología y los ritos. Pensar las ciudades también es ensayar usos distintos. En el caso de Olot, ¡funciona como un trueno!