El museo de la locura

El pasado domingo fui con mi familia a un museo de Barcelona, un lugar, tal como se anunciaba, para la diversión de niños y adultos. Disfrutaríamos de habitaciones temáticas, laberintos y maravillas a cada paso. Viajaríamos por el mundo de la fantasía, andaríamos por el techo y visitaríamos la casa del gigante. Dentro de las actividades más solicitadas nos encontraríamos también con el museo de la locura, destinado en principio a los mayores de 12 años.

Iniciamos la visita por la parte del museo del terror. Según se detallaba, lo que se exponía no era ninguna historia inventada, sino que había pasado de verdad. La visita recrea el Hospital Psiquiátrico Severalls, de Reino Unido, creado en 1910. De este hospital se destaca el miedo de los pacientes indefensos, con historias marcadas por los abusos, experimentos y encierros.

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Indagando en su historia, parece que en este hospital muchas mujeres fueron encerradas por sus propias familias, a veces como resultado de tener hijos ilegítimos o porque habían sido violadas. En este centro se practicaban electrochoques y la lobotomia frontal. Los enfermos no recibían la alimentación necesaria y no era infrecuente ver a pacientes amarrados en las camas.

Estos enfermos a los que la sociedad necesitaba aislar eran personas cualificadas de locas por el estado, y eran destinadas a estar encerradas hasta curarse. La desesperación de algunos internos que afirmaban que no estaban locos quedó plasmada en muchos lugares.

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Este no fue el único hospital donde pasaron estas cosas. El tratamiento que se daba a los enfermos mentales en el siglo XIX y durante la primera mitad del XX estuvo caracterizado por el dolor, el internamiento en centros psiquiátricos, el aislamiento y el hacinamiento, así como la práctica de tratamientos brutales.

Recuerdo especialmente el movimiento del antipsiquiatría impulsado en Italia por Franco Basaglia en los 70, el progresivo cierre de las Instituciones Totales y la ley de 1980 que lleva su nombre y que ordenó el cierre de los manicomios. La visita a un centro psiquiátrico de la época, también en nuestro país, es difícil de olvidar.

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Pero volviendo al museo: sin prácticamente ninguna aclaración, puesto que estaba muy oscuro y los cuadros explicativos en la pared eran muy pequeños, nos adentramos en esta parte del museo del terror sin saber muy bien lo que nos encontraríamos.

Una definición tan simple como alarmante colgaba de un pequeño cuadro para definir la psicosisy a continuación aparecían otros del mismo tamaño para explicar alguno de los instrumentos que se usaban en este hospital para tratar a los enfermos mentales, y que se reproducían en el museo.

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Y así, por ejemplo, nos encontramos con la silla de aplacamiento, a la que el paciente estaba fijado de brazos y piernas y con un dispositivo que le fijaba también la cabeza para disminuirle el pulso sanguíneo. O el columpio, denominado también terapia de rotación,donde se ponía al paciente en una silla suspendida en el aire mientras daba vueltas durante horas y horas. Era muy doloroso y no comportaba ninguna mejora. Aparecían también figuras de personas encadenadas y esposadas a una cama, además de otras representaciones.

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Naturalmente, para asustar al personal no podía faltar el símbolo de la mujer presa de un ataque de histeria que aterrorizaba a los visitantes en la oscuridad.

Yo quedé compungida, no de miedo, que se suponía que era lo que me tenía que provocar, sino por la falta de sensibilidad. Recrear lo que fueron los psiquiátricos en el pasado para divertir infundiendo miedo me resulta incomprensible, particularmente si la recreación es en un museo que se llama Big Fun Museum.

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Todo el mundo que haya vivido con proximidad las dificultades de una persona con trastornos de comportamiento grave sabe cómo lo difícil, doloroso y sobre todo triste que es. Todavía recuerdo hablar en mi casa de un familiar al que se le había practicado un electrochoque como una cosa terrible.

Y me vino a la memoria que cuando visité el Museo del Holocausto de Washington no pude olvidar sus imágenes y todavía hoy recuerdo el olor inolvidable de la montaña de zapatos. Pero a pesar del horror que producían muchas escenas y fotografías, quedaba claro que la intención del museo era no olvidar los hechos sobre los horrores del genocidio de los judíos en la Alemana nazi y evitar así que una historia como esta se repita.

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En el museo del terror, los niños de mi familia solo sintieron el miedo y la oscuridad sin entender bien lo que veían. Los adultos comprendieron el tema de los hospitales psiquiátricos, pero las explicaciones eran demasiado secundarias, de forma que dominaba el susto de las figuras y el terror. Al acabar la visita la repetí para poder ver las explicaciones y salí muy afectada del hecho de que se pudiera tratar el dolor y el sufrimiento de los trastornos mentales con tanta frivolidad. Al final en esta Barcelona progresista y feminista a las mujeres se nos sigue representando como histéricas y el doloroso pasado de las Instituciones Totales es tan solo “un laberinto del miedo" en un museo de la diversión.