No importa el color, sino el sonido
La aristocracia británica ha inspirado tantas novelas que constituye, en sí misma, un género literario. Aún hoy ejerce una inefable fascinación en todo tipo de públicos. Mezclen una familia que cena de frac y vestido largo, un castillo campestre, una multitud de sirvientes, otra familia de alcurnia venida a menos y un lío sentimental: el éxito está casi asegurado.
Algunos ejemplos entre miles de esa literatura, con frecuencia excelsa: desde el Retorno a Brideshead de Evelyn Waugh hasta Middlemarch de George Eliot, pasando por Jane Eyre de Charlotte Brontë o por cualquier novela de Jane Austen. Si prefieren las imágenes a las letras, piensen en Arriba y abajo o en Downton Abbey.
La aristocracia británica, conservadora, educada, endogámica y esencialmente estúpida, se presta también a la sátira: P. G. Woodehouse hizo maravillas con Bertie Wooster, tan rico como inútil, y su sagaz mayordomo Jeeves. Menos conocidas por aquí son las hilarantes columnas que el humorista Craig Brown (un tipo con un oído sensacional para imitar por escrito voces y giros verbales, esto es importante en el caso que nos ocupa) publicó durante los años 90 en The Independent, bajo el título The agreeable world of Wallace Arnold.
La vieja aristocracia posee aún, en ciertos casos, unas riquezas casi incalculables. Están los Windsor, por supuesto. O el duque de Westminster, que cuenta entre su patrimonio inmobiliario con 120 hectáreas en Mayfair y Belgravia, los barrios más caros de Londres. Pero durante las últimas décadas ha surgido una nueva clase dirigente provista de dinero, educación, contactos y una característica esencial, a la que enseguida llegaremos.
El mejor ejemplo de esta nueva clase, surgida de la revolución thatcherista, lo ofrece el infame Club Bullingdon de Oxford, que en los años 80 acogió a señoritos como Boris Johnson o David Cameron, ambos luego primeros ministros, ambos abrumadoramente incompetentes, ambos convencidos de su derecho a vivir por encima de la ley o las normas sociales. Hablamos de señoritos que aprenden latín, griego y elocuencia en Oxford y pasan directamente a ocupar altos cargos en la City (sin saber nada de finanzas) o en el gobierno (sin saber nada de política).
Quien desee conocer las entretelas de esta gente, y de paso reír un rato, hará bien en leer a Jonathan Coe. Especialmente las novelas Menudo reparto o El número 11. En ambas aparece la rapaz familia Winshaw, arquetipo del neocaciquismo que, Brexit mediante, está llevando a la ruina el Reino Unido.
Ahora alguien dirá: ojo, al menos esta nueva clase dirigente es multirracial. Y señalará al primer ministro, Rishi Sunak, hijo de inmigrantes indios, o a Suella Braverman, también hija de inmigrantes indios. (No puedo resistir la tentación de recordar que Suella se llama en realidad Sue Ellen, porque su madre idolatraba al personaje de la serie Dallas).
Ambos, Sunak y Braverman, son personas de piel oscura. El caso es que tanto Sunak como Braverman (recién despedida del ministerio del Interior) no sólo se sitúan, políticamente, a la derecha de Atila. Exhiben también una xenofobia y un desprecio hacia los inmigrantes que habrían sonrojado a Oswald Mosley, fundador del fascismo británico.
La razón no tiene que ver con el ancestral mecanismo de autodefensa por el que los inmigrados recientes tienden a odiar a los inmigrantes nuevos (el Frente Nacional de Jean-Marie Le Pen estaba lleno de apellidos como García y Martínez), sino con el hecho de que Sunak y Braverman son upper class. Tienen dinero. En el caso de Sunak, montañas de dinero. Y, esencial, pasaron por Eton y Cambridge. Es decir, tienen los contactos. Y el acento.
La cuestión del acento está tan engranada en el sistema de clases británico que incluso las mentes más lúcidas suelen pasarlo por alto. El otro día, durante una charla en Madrid, el escritor Julian Barnes dijo pertenecer a una generación literaria “multirracial”. Trató de demostrarlo con el hecho de que Salman Rushdie formaba parte del grupo. Rushdie, ciertamente, nació en Bombay y no tiene la piel muy blanca. Pero estudió en la antiquísima y exclusiva Rugby School y en Cambridge. Escúchenle: tiene el acento.
Las clases británicas no se distinguen visualmente, sino por el oído. El acento, no la piel o el origen, determina el lugar que ocupas. Recuerden My fair lady, la película basada en Pigmalión, de George Bernard Shaw. Resulta injustificable dividir una sociedad según los acentos y elevar hasta la clase dominante a quien posee un acento concreto. Pero, hay que reconocerlo, es literariamente hermoso.