Oh, Europa

Los boomers nacimos en una especie de edad de oro europea, en lo que los economistas llaman los treinta gloriosos (tres décadas de crecimiento ininterrumpido, desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta la crisis del petróleo, 1945-75). No solo fue un milagro económico; también fueron las décadas del sueño de la unidad política de Europa Occidental y de la construcción del estado del bienestar. Tras los agitados años 80 cayó el Muro de Berlín y el sueño europeo se extendió a los antiguos satélites soviéticos. Luego llegó la moneda única, y el espacio Schengen, y en el nuevo siglo parecía que Europa estaba destinada a convertirse en una única potencia, quizá demasiado dependiente de Estados Unidos en materia de defensa, pero con unos estándares de progreso, democracia y valores que la convertirían en la envidia del planeta.

España se integró en la Unión Europea en 1986, y Catalunya presumió de ser la punta de lanza del europeísmo peninsular (Pujol nunca dejaba pasar la oportunidad de reivindicar, en sus frecuentes viajes continentales, nuestro origen carolingio). Ante el enigma chino, la algarabía postsoviética y la América ultraliberal, Europa era la tierra prometida, el club del que todo el mundo quería formar parte, allí donde convergían la tecnología punta y la sensibilidad social, la unidad y la pluralidad, la defensa de Occidente y la mano tendida al Mediterráneo.

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Quizá deberíamos haber notado que algo no iba bien cuando una potencia de tal nivel se mostraba impotente para hacerse notar en los conflictos regionales en los Balcanes, en la África poscolonial o en el radio de acción de la Rusia de Putin.

Efectivamente. La época actual es una época posteuropea, y esto se expresa en ámbitos diversos: la desaceleración económica, la crisis del estado del bienestar, el auge de la extrema derecha y la práctica renuncia al sueño de la unidad política, debido a los egoísmos nacionales cada vez más acentuados; la ausencia de una voz clara ante los desafíos de la Rusia de Putin, o de las crisis periódicas en el Magreb y en Oriente Medio; el abandono prematuro de la carrera tecnológica, que abanderan americanos y chinos en dura competencia. Y, sobre todo, la falta de respuesta ante las salidas de tono de Donald Trump y su populismo desacomplejado, que no solo no debe temer una respuesta a la altura, sino que se encuentra con aliados en la mayoría de países europeos.

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El sometimiento de la UE a Trump y su tibieza con Putin y, sobre todo, con Israel le han quitado toda la autoridad moral que llevaba décadas acumulando. No es raro que Netanyahu actúe como lo hace: se siente con las manos libres. Trump es un militarista como él y la voz de Europa ya no es la voz de la conciencia de la diplomacia mundial. El castigo moral que pueda infligir Europa –el veto en el festival de Eurovisión, para entendernos– ya no le da miedo a nadie. Da igual que se llenen las calles de Barcelona o de París de banderas palestinas, si Europa no es capaz de actuar como una potencia mundial y tomar medidas que realmente sacudan el tablero de juego de la geopolítica.

Para quienes crecimos entre el sueño y la promesa del europeísmo, el futuro próximo constituye un gran interrogante. Nos creíamos destinados a formar parte de una de las grandes potencias económicas del mundo, camino de convertirse en un conjunto federal armónico, respetuoso con su diversidad (a diferencia de España), y con voluntad de jugar un papel en el mundo que desafiara al cinismo de las superpotencias dominantes. Por supuesto, hemos retrocedido en vez de avanzar, y ni siquiera la amenaza real de residualización está haciendo reaccionar a los principales dirigentes europeos. La decepción es tal que, literalmente, no sabemos hacia dónde girarnos.