Los olores y los sonidos de las tragedias

Las tragedias tienen sonidos y olores que nunca se borran más de la memoria. Los accidentes químicos, los grandes incendios forestales, los accidentes múltiples en las carreteras, los incendios urbanos con víctimas carbonizadas, las grandes inundaciones que lo revientan todo. En todas estas tragedias pongo sonido y olor.

Las torrentadas hacen ruido de la tierra abriéndose cuando el agua de ríos y rieras arrastra con desbocada bastante las rocas y los grandes árboles y éstos ayudan a llevarse los puentes, los coches, las primeras casas. No es la lluvia monótona que incita a la añoranza, es el maléfico antónimo.

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La vivencia de una riada es colectiva ya la vez muy personal porque sobre cada una de las personas ha impactado diferente. Diferente si la inconmensurable fuerza del agua te ha arrastrado, si has tragado el agua fangosa a gusto de arcilla y has pensado que era el final; diferente si quien se ha llevado el agua era una persona para la que darías la vida y no puedes entender cómo tu propia vida se ha convertido en una suerte que no querías; distinto si quedas atrapada y oyes los gritos de otros atrapados que dejan, con las horas, de gritar.

Quizás no has llegado a tragarte el agua arcillosa, pero te impide llegar a donde hay criaturas que te piden ayuda y ya no podrás olvidar aquellos gritos. Quizás algunos digan que sólo se ha negado la casa, pero era el esfuerzo de toda una vida, el recuerdo de los que te hicieron posible y ya no sabes cómo sacarás esa humedad del alma con la que has pasado las horas oscuras en la azotea en una ciudad de la que ya no sabes identificar sus sonidos y con la angustia de si volverá a abrirse la tierra. Hay sonidos nuevos como si estuviéramos en unos astilleros abandonados y barcos fantasma chocaran entre ellos; quizá alguno es ese coche que te hacía sufrir cuando lo tachaban y ahora ya no te importa.

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A veces ocurre que horas después, las fachadas ceden y los que se creían salvados se equivocaban. Pasadas unas horas, querrías agua, algo que parece que debería abundar, pero que no puedes llevarte a la garganta seca y fangosa. Y entonces te encuentras en medio de una ciudad llena de edificios medio derruidos, donde no hay ningún lugar donde se pueda orinar ni defecar y aunque lo evitas todo, el edificio huele a aguas fecales que se impregna en las paredes, en la ropa, en las papilas olfativas.

Piensas que retirar el barro será fácil y no entiendes cómo en poco tiempo la arcilla ha hecho un contrafuerte ante la puerta que no hay fuerza humana que la mueva, y la calle está llena de contenedores, coches, mostradores, frigoríficos , sillas de las terrazas donde hacías una cerveza con los amigos.

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Hace horas que quisieras haber visto esas luces que parpadean y que ahora más que nunca necesitas que te ayuden y te informen, porque crees que has tenido la mala suerte de perder el dispositivo móvil, pero nadie tiene información. Ni radio ni teléfono, ni conexión a internet, ni electricidad, y la humedad ahora ya pesa adherida a la piel porque vas lleno de barro. En la calle además de olor a agua fecal hay que añadir los aceites refritos, los combustibles diesel.

Los llantos por las personas que no regresaron a casa y por el susto de haber perdido la mitad de la vida van configurando un panorama donde te sientes acompañado en la tragedia pero solo en el esfuerzo. Las luces intermitentes y las sirenas que esperas quizás están intentando asegurar una presa, quizás intentan una conexión provisional para drenar las cloacas, quizás intentan salvar, todavía, alguna vida. Pero la desolación y el desamparo son íntimas, personales.

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Las horas pasan, y los olores putrefactos de algunos animales ahogados empeoran tu pensamiento recurrente, obsesivo, de los que todavía no han vuelto. El resto del mundo tiene mucha información, pero los que está derrumbados en el barro no la tiene.

En los centros de coordinación de emergencias hablan de trenes, autovías y de puentes, de vehículos atrapados y de previsión de nuevas lluvias. De cómo trasladar responsabilidades de ida y vuelta, pero no saben que las únicas botas que tenías se han perdido y que las zapatillas están empapadas desde hace muchísimas horas y se está despegando la suela. El frigorífico es ahora un contenedor de materia orgánica en descomposición. Con todo el cuerpo dolorido y las manos llagadas no has conseguido ni desbrozar un metro de calle. Porque es necesario que las carreteras, aunque queden lejos de casa, permitan pasar maquinaria pesada, camiones de agua y comida... y devuelve la oscuridad y los sonidos de una ciudad que se ha hecho irreconocible.

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Hay dos condiciones para ser un buen director de los equipos de emergencia: la primera es entender el dolor humano, la segunda es mantener la serenidad. Una tercera, que deberíamos poder dar por segura, es saber utilizar la tecnología más avanzada disponible y saber enviar los medios de que se dispone a los lugares más necesarios según las posibilidades de salvar vidas y progresivamente mejorar las condiciones de quienes han sobrevivido. Miles de personas que no se sienten parte de una sociedad avanzada si los equipos de salvamento no les ayudan.

En el caso del País Valenciano no se han dado estas condiciones de dirección de la emergencia. Probablemente, los concejales de los 69 municipios afectados hace días que no duermen y han sufrido con sus vecinos, quiero pensar que sin cálculos políticos, pero no tengo información suficiente para opinar. En el caso del gobierno valenciano, formado por este pensamiento político que se permite cuestionar la ciencia meteorológica y que lejos de hacer pedagogía y mostrar con buena gestión y argumentos racionales su capacidad, prefiere distraernos con una confrontación que podría establecer y consolidar un gran precedente en la descentralización federal, pero que convertirán en una pelea indigna que las víctimas, todavía hoy en situación de desamparo público, no merecen.

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La solidaridad desinteresada de vecinos es importante (nos emociona y nos representa) para la limpieza de los rincones domésticos y de las calles, pero es necesario el poder del estado (de la administración pública), bien empleado, para la atención especializada y la reconstrucción. Es necesario el poder del poder, la fuerza contra la fuerza de la riada para movilizar a miles de personas y herramientas adecuadas. Es de miserables desviar energías en los días inmediatos, cuando todavía se están rescatando cuerpos sin vida.

Pero la indignación de quien tiene el cuerpo húmedo, las manos llagadas, las uñas ensangrentadas y el corazón encogido debe entenderse y amortiguarse con los hechos. Me permito pedir una mirada sensible, al tiempo que advertir que la indignación de algunos se ha querido llevar hacia la antipolítica o hacia miradas interesadas de quien no acepta que las fuerzas armadas deban someterse a la autoridad civil que dirige la emergencia. Incluso personas con cargos importantes en las instituciones han aplaudido insultos y actos de hostilidad, sin tener en cuenta que la indignación que hoy existe en las calles de l'Horta Sud, Ribera Alta, la Hoya de Buñol y la Plana de 'Utiel de Valencia también va contra todos los que ocupan responsabilidades en las instituciones.