A cada uno su paraíso
Tenemos que ver a mucha gente antes de irnos y acabar muchas cosas, como si nos fuéramos muy lejos y durante mucho tiempo, como si no viéramos nunca a la gente y todo estuviera por acabar. Tenemos que hacer la maleta con sentido, para poder decir que "no necesitamos tantas cosas para vivir, en realidad podríamos vivir con lo que nos cabe en la maleta". Después volvemos con la maleta más llena de cosas que no necesitamos pero que nos gusta tener. Nos agobiamos con la presión de no olvidarnos nada, ni aquí ni allá. Porque ya perdemos suficiente. Y como si el peso de la maleta no fuera suficiente, le añadimos la carga de las expectativas. Nos lo tenemos que pasar bien y tiene que gustarnos, porque llevamos tiempo esperando este viaje, estos días, estas vacaciones. Pero incluso los viajes organizados corren sus riesgos. Porque si el plan fuera que los días de vacaciones salieran como los teníamos pensados, entonces los días sin vacaciones también deberían ser así. La vida puede planificarse hasta cierto punto. Te lo recuerdan los anuncios de las aseguradoras cada dos por tres. Puestos a hacer, también podrían recordarte el nombre de esa persona que te encuentras por la calle y que ni que te mataran te vendría a la cabeza. Hay personas que justifican que no se van lejos diciendo "No, yo nada, voy aquí al lado, para leer, ver amigos y desconectar un poco". Lo dicen con un tono avergonzado, como si ese objetivo tuviera mucho menos valor que hacer viajes a lugares exóticos y lejanos, como aquellos conocidos que los hacen y te cuentan que el hotel casi les ha salido a cobrar, porque encuentran tantas ofertas que en vez de gastar durante las vacaciones ganan. Hay personas que si no tienen suerte se la inventan. Son envidiables. Pero tener tiempo y la posibilidad de hacer lo que te apetece, de leer, de cenar con amigos, de andar, de nadar, de tumbarse o de jugar es un lujo y un viaje. Sobre todo porque hay millones de personas que ni se lo pueden plantear. Además, te ahorras el protocolo tan pesado de los aeropuertos, que es de las situaciones más humillantes que puedes vivir como consumidora, donde el monopolio hace contigo lo que quiere y como quiere. Por seguridad, dicen. Por la suya, seguro. Pero todo el mundo que puede elegir tiene derecho a elegir lo que quiera. Hablemos de las vacaciones. Elegir el odio como forma de vida no debería estar permitido. Y mucho menos como forma de gobierno. Pero volvamos a esta época en la que supuestamente hacemos una pausa larga y cambiamos las rutinas del año por las rutinas de verano y nos olvidamos de los gobiernos y de los corruptos y de los patriotas con cuentas corrientes en los paraísos fiscales y de los paraísos fiscales. Nuestro paraíso son los buenos recuerdos, quienes tenemos la suerte de tenerlos y recordarlos.
Porque para la mayoría de nosotros el verano es aquella época del año que te devuelve a la infancia, de cuando lo pasabas en un pueblo, o haciendo viajes con los padres, o en casa de los abuelos, o en los campamentos, o en la ciudad, donde los días se hacían larguísimos y te aburrías, cuando aburrirse todavía no estaba mal visto y te dejaban que lo aprendieras, sin estarte encima con entretenimientos estériles. De la adolescencia sin móviles cuando empezabas a hacer cosas por tu cuenta y cuando las fiestas mayores eran los festivales que podías permitirte. Corremos a despedirnos de todo el mundo, aunque les escribiremos un whatsapp dentro de un par de días, y nos olvidaremos de enviarles una postal de aquellas que informan de la meteorología y de la gastronomía de nuestro destino. Las vacaciones deberían ser como el texto de una postal. Simples y felices. Feliz verano y gracias por leerme todo el año.