Plantar un bosque para salvar una lengua

Hace unos días, una amiga me dijo que el único consuelo ante mi huella de carbono –todo el santo día arriba y abajo– es pensar que la huella emocional también cuenta. Esto es: que la misión que nos lleva a los sitios, si la cumplimos con éxito, es relevante. Hablar de libros en Nueva York, por ejemplo, explicar qué significa ser catalán en Suiza o charlar de nuestra historia en un pueblecito remoto de Suráfrica. No sé si me convenció. Pero el consuelo estaba allí. En edén, la novela de la escritora islandesa Auður Ava Ólafsdóttir que apenas publica Club Editor con una traducción efluente y vivísima de Macià Riutort, Alba, la protagonista, tampoco quedaría satisfecha. De hecho, ella compra una finca con la herencia de su madre para plantar un bosque de 5.600 árboles: el número de abedules necesarios para compensar su huella de carbono. Alba también se pasa el día arriba y abajo, ella visitando congresos sobre lenguas minoritarias y en peligro de extinción. La autora, en cambio, es una profesora de historia en la Universidad de Reikiavik que no olvida las posibilidades de su lengua diminuta, el islandés.

Pero, ¿cuál es la relación que existe entre el declive del medio natural y las lenguas que se pierden a un ritmo tan veloz que ni se percibe? edén contiene una respuesta. La novela convierte una hazaña privada en un relato épico, narra con belleza una empresa que parece estéril –hacer crecer un bosque en una tierra baldía– con la gravedad que tienen las voluntades aparentemente intrascendentes. La trama no va de lo de “cambiar el mundo con acciones diminutas”, sino de la valentía de quien quiere transformar las cosas de verdad. Aquí reside la heroicidad de la protagonista. La fuerza del relato. La energía que convierte el libro en un libro importante. Y la novela en una novela redonda. Pero volvamos al mundo que se funde ya las lenguas que se funden con él: Ava Ólafsdóttir no sólo considera que cada lengua contiene una cosmología única y preciada, no sólo cree que la biodiversidad y la diversidad lingüística son indicadores de un ecosistema nutrido y esperanzador , no sólo hace del islandés un ejemplo de supervivencia en un mundo globalizado y homogeneizador... sino que la autora también narra el luto de la extinción. ¿Qué perdemos cuando una lengua termina? ¿Y cuando nuestro mundo conocido –ríos, bosques, horizontes... y palabras– desaparece?

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El activista y lingüista mixo Yásnaya Elena Aguilar Gil afirma que no es en vano que allí donde hay mayor biodiversidad hay también más diversidad lingüística, como ocurre en México, donde las lenguas indígenas contienen estructuras y vocabulario vinculados al entorno natural que habitan. Perder una lengua implica entonces perder conocimientos ecológicos que nos ligan al mundo. Y la destrucción de estas lenguas comparte el mismo origen con la destrucción de los ecosistemas: colonización, explotación de recursos y globalización económica. Por eso, la periodista brasileña Eliane Brum cree que la resistencia indígena, desde el corazón del Amazonas, es la única esperanza para preservar la Tierra: una lucha que protege sus lenguas y culturas, pero que, al mismo tiempo, salva el planeta de todos. (Ahora dejadme compartir la suerte que tenemos de poder escuchar, estos días, en el marco de la Bienal de Pensamiento de Barcelona, ​​las tres autoras: Ólafsdóttir, Aguilar y Brum. ¡Echa un vistazo a la programación!).

En todas estas cosas que nos pueden parecer remotas, tan lejanas, pensaba hace poco, cuando el Priorat quemaba y asumíamos el fuego con un desinterés colectivo. Uno de los capítulos fragmentarios de la novela de Ólafsdóttir sentencia: "Lo que se riega, crece". Parece fácil, dicho así. Y parece difícil regar cuando no hay agua. Pero no lo parece tanto, difícil, si pensamos que hay muchas formas de regar. Una, por ejemplo, es pensar, y decirlo de una vez, que Priorat y Empordà son igual de valiosos: ¿qué pasaría si no fuera Tarragona la parte del país que más sufriera los estragos del cambio climático? Rafael de Cáceres hablaba de ello hace unos días en este diario. O bien otra forma de regar: leer Roser Vernet, El medio del mundo, y escuchar cómo habla, tan profundamente, tan ricamente, nuestra lengua. Ver cómo esta activista cultural nostrada mantiene en su escritura un universo que estamos dejando morir. Y preguntarnos, entonces, qué perdemos si todos aquellos bosques de olivos y almendros, viñas vastas del Priorat, se queman. ¿Perdemos un mundo? ¿Perdemos una lengua que la señala? ¿O es que perdemos toda una vida entera?