Las rencillas de Munro
Esta semana, las lectoras y admiradoras de Alice Munro nos hemos llevado un disgusto: una de sus hijas, Andrea, ha asegurado que fue víctima de abusos sexuales por parte de su padrastro y ha acusado a la premio Nobel de literatura de ignorarlo deliberadamente.
Ésta es, sin duda, una actitud inadmisible, una de las cosas que más nos costaría perdonar de una persona que admiramos y que, por otra parte, nos ha proporcionado con sus cuentos momentos grandiosos de felicidad.
Muchos lectores han reaccionado con inmediatez y rotundidad: “ya no leeré nunca más a Alice Munro”. Eso que ahora lo llaman cancelación automática. Lo comprendo y en cierto modo lo comparto. Pero durante los días posteriores al impacto, no he podido evitar releer los libros de la canadiense, las entrevistas que le realizaron, supongo que buscando, desesperadamente, una explicación. Por qué, ¿qué nos ha dicho siempre Alice Munro desde su literatura? Que la vida es dura y compleja; que toda realidad se puede mirar desde varios ángulos; que incluso en los personajes más abyectos existe una chispa de humanidad.
“Sé que una idea sólo me interesa si tiene alguna complejidad moral, si tiene varias aristas. No es que me guste crear personajes que estén reflexionando sobre problemas morales, pero sí marcar cómo de las decisiones que una toma, de las rutas que elige, una puede arrepentirse tiempo después. Al mismo tiempo pienso que hay momentos en la vida en los que hay que ser egoísta en tal grado que, después, de mayor, pueda condenarlo. De eso se trata de ser humano”. Son palabras de Munro en una entrevista concedida cuando ganó el Nobel.
Públicamente, siempre que hablaba de culpa y de arrepentimiento, lo hacía refiriéndose a que, de jovencita, se marchó de casa para huir del futuro que le esperaba si se quedaba: cuidar a su madre enferma de Parkinson. Tampoco la visitó durante los últimos años de vida ni asistió al funeral: “Decimos que hay cosas que no pueden perdonarse o nunca olvidaremos de nosotros. Pero lo hacemos. Lo hacemos todo el rato”.
A la luz de la confesión de su hija, podemos atreverse a imaginar que quizás había alguna otra inquietud que la hacía hablar de esta manera.
Siempre explicó que el género del cuento vino determinado por la duración de las siestas de sus hijas. “Cuando dormían, yo escribía. No pensaba en ellos, pensaba en mí. Quizás hubieran sido más felices si les hubiera dedicado más tiempo y menos a mi literatura, no lo sé”.
Y aún otro pesar: “Lo único que traté de inculcar a mis hijas fue que no pusieran todas sus esperanzas, todos sus sueños, en un hombre, cosa que es muy triste e hipócrita, porque yo nunca seguí esta regla”.
En el cuento “Dimensiones”, del libro Demasiada felicidad, una mujer visita a su marido en prisión y el lector, aturdido, descubre que el motivo de la condena es que el hombre mató a los tres hijos que tenían en común. Recibió grandes elogios. Era impactante, era profundo, salvaje. Pero era literatura. Ahora, cuando descubrimos que quizás la escritora se parecía de algún modo a la protagonista del cuento, nos horrorizamos. Munro fue una mujer con infinitos reparos. Y, quién sabe, quizá por eso, una gran escritora.