El secreto de Bernard Pivot

A los periodistas de una edad nos han reprochado toda la vida que Bernard Pivot era capaz de presentar un programa semanal de libros en televisión que veía a toda Francia. Así que cuando en el 2016 vino a Barcelona a celebrar los 75 años de la librería Jaimes, le pedí sentarme un rato con él, a ver si se me enganchaba el truco.

Al principio me fijé en su carácter de pícaro bonhomioso y su capacidad de hacer hablar al otro con una autoridad que no se notaba mucho. Pero enseguida caí que el secreto era otro: sentado frente a Pivot no estaba frente a un individuo sino de una nación, de una tradición escolar de redacción, memorización y dicción, del placer de paladear las sílabas, de siglos de cultivo intelectual ininterrumpido, de la Ilustración y la universalidad de sus ideas sobre el Hombre (por más que fueran contradictorias con aplastar lenguas como el catalán).

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Quiero decir que Pivot había hecho un gran programa de libros porque, antes, Francia había hecho Pivot y su audiencia millonaria, todos enganchados al gusto por la conversación. Evidentemente, no podía hablarme de su inteligencia, de su equipo, de las horas de trabajo, de los sufrimientos para tener a los mejores y estar a la altura. Su vida parecía amable y divertida como un dibujo de Sempé.

Por la mañana, recién levantado, con la mente fresca, con el olor a café y pan tostado, escribía tuits como “El cielo gris del otoño sobre París es como una camisa vieja que sacas del armario y te vuelves a poner suspirando”. A Pivot, como a tantos franceses de su generación, le gustaba tocar la palabra como quien toca un instrumento, para reanimar el espíritu. Qué honor ser recordado así.