Los talibanes vuelven a controlar Afganistán. Veinte años después de que Estados Unidos, como respuesta al ataque de Bin Laden a las Torres Gemelas, lideraran la invasión del país y desalojaran el gobierno talibán de Kabul, la historia vuelve atrás. Con el anuncio de la retirada final de las tropas norteamericanas, solo han hecho falta unas semanas para que los radicales islamistas llegaran a la capital, de donde ayer, incapaz de encontrar una salida, huyó el presidente afgano, Ashraf Ghani, que deja un vacío de poder y una situación caótica, con los principales países extranjeros -incluidos Estados Unidos y también España- organizando deprisa y corriendo la evacuación de sus embajadas. Kabul hacía tiempo que se había convertido en un falso oasis en medio de un traspaís ingobernable, que ha sido fácilmente ocupado por la ofensiva relámpago de los talibanes. La corrupción gubernamental, los enfrentamientos entre las diferentes facciones étnicas (mucas imbuidas de espíritu de revancha contra los talibanes), el apoyo de la etnia mayoritaria (los pastunes) a los talibanes como reacción al hecho de considerarse marginados del poder tutelado por Occidente, la tolerancia -si no directamente ayuda- de Pakistán, Arabia Saudi e Irán a los insurgentes, la inoperancia del ejército (a pesar de los 9.000 millones invertidos y el adiestramiento de EE.UU.), la pobreza y el paro (en especial entre los jóvenes) y el negocio del opio (Afganistán es el principal productor mundial) son la miríada de factores que han influido en la meteórica victoria talibana.
El deseo del presidente norteamericano, Joe Biden, de que la salida de sus tropas demostrara la preparación del ejército afgano y la capacidad del país de gobernarse a sí mismo en paz y democracia se ha demostrado totalmente erróneo. Los veinte años de dominio extranjero, pese a la ayuda millonaria y militar, en la práctica no habrán servido para nada: ni para consolidar un régimen de libertades ni por supuesto para echar al radicalismo islamista. Al contrario. Los talibanes se erigen una vez más en supuestos salvadores de la patria, una patria empobrecida, fracturada, derrota. El éxodo interno de civiles desplazados (hasta ayer se habían cifrado en 250.000, la mayoría instalados en Kabul) por el miedo al establecimiento de un régimen autoritario islamista, con las mujeres como grandes víctimas de un regreso al burka o a la prohibición de que las niñas estudien a partir de los 10 años, es la cara más amarga de este nuevo episodio traumático en la historia del país. Afganistán ya se deshizo en el siglo XIX del dominio colonial británico y en el siglo XX del control de la extinta URSS en el marco de la Guerra Fría, entonces con la ayuda norteamericana.
Más allá del drama civil, la situación en el país centroasiático añadirá ahora un nuevo factor de inestabilidad e incertidumbre a la región y al tablero internacional. De momento, y con poco convencimiento, Europa ya había frenado la repatriación de refugiados políticos afganos, pero en función de cómo evolucione el nuevo régimen talibán, podría tener que hacer frente a una nueva oleada de refugiados, a pesar de que más bien parece que muchos desvalidos ciudadanos afganos quedarán atrapados en su propio país, abandonados nuevamente a su suerte después de dos décadas perdidas.