Según los datos oficiales recién publicados por el Ayuntamiento de Barcelona, en la ciudad hay empadronadas un millón setecientas mil personas. No éramos tantos desde 1990, cerca de los Juegos Olímpicos. Pero esa Barcelona y la de hoy tienen poco que ver.

Si no fuera por la inmigración, no creceríamos en población. Hay una cifra impresionante: desde 1900, los dos años en los que han nacido menos niños en Barcelona han sido el pasado año y en 1939, el año que terminó la Guerra Civil. En el 78% de los domicilios barceloneses no vive ningún menor. Como decía el del chiste, con estos precios, no me extraña.

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Uno de cada tres barceloneses ha nacido en el extranjero, y uno de cada cuatro tiene nacionalidad extranjera, 432.556 personas, un 10% más que el pasado año, un nuevo máximo en la historia de la ciudad. De éstos, el 43% tienen estudios superiores. Lideran la clasificación los italianos (italianos de pasaporte, pero muchos son hispanoamericanos de origen), colombianos, paquistaníes y chinos.

Tenemos un gravísimo problema de acceso de los jóvenes a la vivienda que impacta en la edad de emancipación y los planes de reproducción. Barcelona sigue siendo vista como la ciudad en la que construirse un futuro profesional, ahora ya a escala mundial. Y tal como está el mundo de violento y precario, a Barcelona no paran de llegar personas que quieren un futuro digno para ellos y su familia, con la esperanza de conseguir el ansiado pasaporte europeo.

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Conseguir que de esta confluencia salga una ciudad razonablemente homogénea en valores humanos y culturales y usos lingüísticos (puede decirse lo mismo de tantas ciudades de Catalunya) es el trabajo más urgente que tenemos. Es imperativo que dispongamos de los impuestos que pagamos si queremos ser una sociedad viable y no una en la que cada uno vive (o malvive) en su pantalla.