Cuando Aznar derrotó a Felipe
El PP aprendió hace 25 años que la única manera que tenía de acceder al poder era a través de la crispación
BarcelonaHoy hace 25 años de la primera victoria del PP de José María Aznar en las elecciones generales, y esto significa que también hace 25 años de la derrota del felipismo. Porque Aznar y la categoría de tótem que logró en el imaginario de la derecha española no se entiende sin la gesta que supuso derrotar a un mito de la izquierda como era entonces Felipe González.
Esa victoria no fue solo importante porque acababa con 14 años de gobiernos socialistas e inauguraba la alternancia política, sino porque marcó el camino que a partir de entonces siempre seguiría el PP para acceder al poder: la crispación. Después de fracasar en 1993, la derecha decidió que la legislatura 93-96 sería de alto voltaje. Para derrotar a Felipe González, Aznar contó con el apoyo de un grupo de periodistas influyentes que conspiraron para favorecer sus intereses, tal como confesó Luis María Anson en 1998. “Había que acabar con Felipe González, esta era la cuestión. Al subir el listón de la crítica se llegó a tal extremo que en muchos momentos se puso en peligro la estabilidad del propio Estado”, afirmaba Anson.
¿Y quiénes eran los conspiradores? Pues el grupo principal estaba formado por el propio Anson, que era director de Abc; el director de El Independiente, Pablo Sebastián; José Luis Gutiérrez, de Diario 16; el director general de Antena 3, Manuel Martín Ferrand; el de informativos de Antena 3 Radio, Antonio Herrero, y el de El Mundo, Pedro J. Ramírez.
El periodismo conservador madrileño, que siempre ha jugado a hacer política, fue la punta de lanza contra el felipismo. También es verdad que el PSOE lo ponía muy fácil porque los casos de corrupción se sucedían: Juan Guerra, Roldán, Mariano Rubio... A todo esto se sumaron las informaciones sobre los GAL o el espionaje a Herri Batasuna que ponían a cuerpo descubierto las cloacas del Estado. En este clima irrespirable, Aznar hizo fortuna con el mantra “Váyase, señor González”, que repetía en cada pleno del Congreso al estilo del clásico Delenda est Carthago de Catón el Viejo.
La campaña se inició con las encuestas augurando una victoria apabullante del PP. El propio CIS otorgaba 7 puntos de ventaja a los populares en el mes de enero, a pesar de que un mes después ya era de solo 2,4.
La campaña del PP fue apoteósica, se respiraba la victoria en cada acto, pero cometió un error. El 27 de febrero, a pocos días de las elecciones, celebró un mitin multitudinario en el campo de Mestalla. El PP valenciano se multiplicó para que fuera un éxito, pero se pasó de frenazo. Una hora antes, había 55.000 personas adentro y 15.000 afuera que no podían entrar. Ese aparente gran éxito tuvo como efecto no buscado una movilización más grande del electorado progresista. Fue una demostración de fuerza tan espectacular que muchas personas que no pensaban ir a votar se levantaron el día 3 y acudieron al colegio con la pinza en la nariz. Daba miedo que el regreso de la derecha al poder se produjera de una manera tan imponente.
Victoria amarga
Y lo cierto es que un poco más y Aznar se vuelve a quedar con un palmo de narices. La diferencia final quedó reducida a 300.000 votos y un punto porcentual y pico. González dijo la noche electoral que con una semana más de campaña habrían ganado, y pronunció una de sus frases más recordadas: “Nunca una derrota había sido tan dulce y una victoria tan amarga”.
La historia posterior es conocida. Aznar se vistió de moderado y llegó a acuerdos con el PNB y CiU por la investidura. Pero hay una cosa del periodo 93-96 que sí ha quedado. El PP interiorizó que para llegar al poder había que activar, en un grado mayor o menor, la tecla de la crispación y tensionar las costuras del Estado. Incluso un moderado como Mariano Rajoy hizo una oposición destructiva a Rodríguez Zapatero, al que acusó de “traicionar la memoria de los muertos” de ETA. En este sentido, Pablo Casado no es más que un alumno aventajado de Aznar.