Barcelona

Custodia Moreno: "Cuando la izquierda llega al poder siempre hay quien dice que te has vendido. ¿Cómo lo conseguiremos, entonces?"

Barceloma"Esto es el culo del mundo. Pero tenemos aire limpio, poco ruido, calma, buenas vistas... Es una maravilla". La descripción la hacen María Dolores y Fernando, sentados en la terraza del local social de la plaza Raimon Casellas, donde se realojaron en bloques de nueva construcción muchos de los barraquistas que, antes de los años 90, vivían en el Carmel y en Can Baró. "Pasar de la barraca al piso fue un lujo, a pesar de que a algunos les costó acostumbrarse," explican, mientras Custodia Moreno (Granada, 1943), activista vecinal que tuvo un peso muy importante en la lucha para dignificar las condiciones de vida de los antiguos barraquistas, atiende a periodistas.

Ella llegó a Barcelona, con cuatro años, a bordo del Sevillano, el tren que llevaba a migrantes desde Andalucía hasta Catalunya. Desde que se anunció que sería la pregonera de la Mercè que prácticamente no tiene ni un minuto ni para sentarse a escribir el texto, que avanza, eso sí, que será combativo y de aprecio hacia Barcelona. "Custodia es de aquellas personas imprescindibles que no luchan solo un día o unos cuantos días, lucha siempre", añade otro vecino, convencido de que el pregón será una muestra del "orgullo del Carmel". "He de decir tantas cosas y todo el mundo pide que diga tantas que no sé si me cabrá todo", sonríe ella.

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Una pregonera que tiene como principal carta de presentación ser vecina de la ciudad. Esto es nuevo, ¿no?

— Precisamente, he pedido que me presenten como vecina, porque soy esto. No tengo más títulos. A mí ya me han oído tantas veces gritar en la Plaça de Sant Jaume o en las calles del barrio que no está mal que ahora me escuchen desde el Saló de Cent. No cambiaré el contenido, lo que cambiará será el contenedor, quizás tendré que ir algo más arregladita... A pesar de que yo voy siempre igual, limpia pero vestida igual.

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Vecina, pero también activista feminista ya en los 70, cuando esto no era tan habitual.

— Entonces nos decían de todo, a las mujeres que nos implicábamos en esto del feminismo: que si éramos las feas... Teníamos mala fama. Recuerdo que la primera vez que en la asociación el grupo de mujeres impartimos una charla para hablar de sexualidad y dibujamos el aparato sexual femenino y el masculino, la mitad de las vecinas se levantaron y se fueron. Teníamos que ir con mucha delicadeza.

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Cuando le propusieron el pregón, hizo aquello que hacemos tantas mujeres de decir que no se atrevía. ¿Qué la hizo cambiar de opinión?

—  Me quedé muy sorprendida, no me lo esperaba. No fue un no rotundo, pero estoy muy cansada, no estoy en el mejor momento. Cambio de opinión cuando pienso en tantas mujeres sin voz como hay en el mundo. Sobre todo en las mujeres de mi generación, en su lucha callada, en aquellos años en los que bajaban a las manifestaciones del barrio después del trabajo en casa y teniendo que dejar la cena preparada para cuando volvieran. Pensé que me encantaría ser su voz.

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¿Cómo ve ahora la Barcelona de Colau, que genera odios y pasiones?

—  Como todos los alcaldes, pero con el añadido de que ella es una mujer. Yo no digo que sea acertada en todo lo que hace, hay muchas cosas por discutirle, pero creo se está siendo injusto con Colau. Muchas de las críticas que recibe son de insulto, de desprestigio personal. No se cuestiona un determinado carril bici o una superisla, sino que se la insulta. Por el hecho de ser mujer algunos se atreven más contra ella, la atacan más. Y ha tenido mala pata, como la izquierda en general: hizo un primer mandato, que es el de planificación, que en una ciudad como esta esto ya es tela marinera, y cuando empezaba el segundo, estalla la pandemia y lo para todo. Siempre que se hacen grandes cambios, hay crítica. El único alcalde que no tuvo mucha fue Pasqual Maragall, que es un genio, una de aquellas figuras que aparecen muy pocas veces. Y él también recibió críticas antes de los Juegos y campañas difamatorias.

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Su relación con Maragall empezó reclamándole que pagara los cafés... ¿Cómo fue aquello?

— Un día nos encerramos en el Ayuntamiento en plena lucha por el realojo de los barraquistas. Exigíamos que nos recibiera el alcalde, que entonces era Serra, y él, como teniente de alcalde, dijo que nos recibiría, pero que teníamos que ir al Bar París. Después de la reunión, él sacó el monedero, cogió cien pesetas por lo que él había pedido y pagó. Y yo le dije, así en tono en broma, que empezábamos mal. Ahí la mayoría éramos andaluces, y le dije que cuando se llega a un lugar con andaluces, el que invita paga. Aquel día le dijimos que lo invitábamos nosotros, pero que aquello no se podía repetir. Tengo muchas anécdotas con él. Fue un alcalde que vino mucho al Carmel.

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Con él, usted también tuvo que decidir entre mantenerse en el activismo o dar el salto a la política. ¿Le costó dar el paso?

— Fui en las listas con él la última vez que se presentó, pero no entré porque fueron las elecciones en las que sacó peores resultados y me nombró comisionada para el desarrollo integral en Horta-Guinardó. Pero en la izquierda siempre pasa lo mismo: cuando podemos entrar en parcelas para decidir, hay quien te acusa de haberte vendido. ¿Cómo llegaremos al poder entonces? Esta es la gran contradicción de la izquierda y así nos va... Mi madre decía que no es que gane la derecha, sino que pierde la izquierda por gilipollas. Moriré sin entender cómo tenemos que llegar al poder sin que se enfade nadie. Tengo que decir que en mi caso fue fácil: yo había dicho que no porque ya conocía los peligros de dar el paso, pero en un encuentro de la coordinadora de asociaciones del distrito se decidió que era mejor que estuviera dentro.

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¿Qué problemas tiene ahora el Carmel?

— La transformación que se ha hecho en el barrio es gigante, pero había tanto por hacer que es casi un pozo sin fondo. Asfaltar la calle València te puede costar dos millones de euros, pero en el Carmel, para hacer lo mismo, tienes que hacer un muro de contención para que cuando toques una calle no se te caiga la de encima. Este barrio no se ha acabado nunca.

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Y todavía hay sustos como el del pasaje Sigüenza, donde ha habido que desalojar a vecinos con urgencia para evitar derrumbes.

— El escombro del pasaje estaba previsto desde 1986. Lo dijimos los vecinos. Era un sector que se hizo tan mal que no tenía más opción que ir al suelo. El Carmel se empieza a conocer con el hundimiento [2005]. Entonces sí vinieron recursos, pero todavía no habíamos arreglado los problemas de zonas como el pasaje de Sigüenza. 

Barcelona eliminó las barracas, pero no el problema de la vivienda.

— De las cosas que más me indignan es que todavía hablamos de la vivienda como algo que no tiene solución, cuando no hay más forma de enfocarlo que hacer vivienda pública de alquiler. Acabamos con las barracas horizontales, pero todavía tenemos muchos sótanos en nuestro barrio donde vive gente, pisos que se tendrían que haber derrocado y que ahora se llenan con la nueva inmigración. Es lo que hicimos nosotros cuando llegamos: ocupar los lugares más precarios. La historia se repite. Lo que no tenemos que dejar de hacer como ciudadanía es luchar. Mande quien mande, el control de la gestión es nuestro. Los barraquistas ganamos porque perdimos el miedo. Hace falta un activismo continuo.

En 2015 decía en una entrevista al ARA que no es nacionalista, pero que, tal y como estaban las cosas, votaría que sí a la independencia. ¿Cómo lo ve ahora?

— Después de lo que ha pasado estos años, ya no estoy tan entusiasmada, pero yo me rompería la cara por Catalunya. Quiero un referéndum y no lo permiten. Si fuera posible un referéndum con buenas condiciones, tendría un dilema, porque yo no soy nacionalista, pero como no lo permiten...