"Soy gitano catalán"

Las comunidades gitanas de Girona y Figueres se quejan de que el estigma que sufren las aísla y discrimina

Josep Campmajó
y Josep Campmajó

Canta Sicus Carbonell: "Pel 1425, arribem a Perpinyà, amb carros i cavalls, a Catalunya ens vàrem quedar. (…) Soc, soc, soc gitano català“ [Allá en 1425, llegamos a Perpinyà, con carros y caballos, en Catalunya nos quedamos. (…) Soy, soy, soy gitano catalán]. Lejos de poner en cuestión la fecha que canta Sabor de Gràcia, Lola Hernández explica, en un trabajo de clase, que fue en 1425 cuando Alfonso el Magnánimo dio un salvoconducto al romaní Juan, conde del Egipto Menor, para cruzar las tierras de la corona de Aragón. Juan “el egipciano” y quienes lo acompañaban, entre doce y un centenar de personas, peregrinaban desde el centro de Europa hacia la capital compostelana, después de pasar por Roma. Los egipcianos, como se los conoció durante buena parte de la Edad Media, hasta derivar en gitanos, aceptaron sin muchos problemas el mito adjudicado de su origen, ligado a la Mediterránea oriental. Esta fue, como la de otros muchos pueblos del mundo, su llegada a tierras catalanas. Y este fue, como no ha pasado con muchos pueblos, un largo peregrinaje de estigmatización, persecución, incomprensión y anhelo de exterminio por parte de un territorio poco acostumbrado a aceptar las diferencias.

Por eso, a pesar de ser un pueblo de cultura alegre y despreocupada, llena de matices enriquecidos por una tradición nómada, la necesidad de supervivencia los ha convertido a menudo en un pueblo aislado y suspicaz. A veces, aunque no lo parezca, un pueblo incordiado. Esto nos lo recuerda Maria, la hermana de Lola, que debajo de una sonrisa deliciosa admite esconder una continua sensación de estar enfadada. “Es que siempre nos señalan. Siempre nos miran mal”. Lolo Hernández, padre de Lola, Maria, Lucia y Amaya, sonríe. Es, como dice él mismo, un gitanillo gordo y de piel oscura. Pero debajo de la sonrisa tímida admite también vivir incordiado. “Los payos siempre dudan cuando tienen que hacer negocio y leen que la dirección del contrato es de Font de la Pólvora. Esto es racismo. Si yo fuera payo, no dudarían. Pero como soy gitano ya tengo que ser un ladrón y un estafador . ¡Cómo si no hubiera ladrones y estafadores payos!”.

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Maria se mantiene cabizbaja. No le gusta que ni los mismos gitanos usen expresiones aparentemente cariñosas como la que su padre usa. No le gusta sentir la palabra gitanillo o gitanilla. Cree que es una manera de rebajar un insulto demasiado habitual. Lola explica que no hace mucho, en una tienda sintió como unas chicas se quejaban de que la ropa que se estaban probando les hacía parecer “unas gitanas”. Ofendida, como no podría ser de ninguna otra manera, pidió explicaciones. “No hemos evolucionado nada. ¿Cómo puede ser que en pleno siglo XXI todavía seamos tan racistas?”, argumenta muy enfadada Maria. Y su hermana añade: “Las jóvenes gitanas tenemos muchos problemas para ser tratadas con igualdad de oportunidades cuando queremos acceder a un trabajo o estudiar. Cuando ven que vives en Font de la Pólvora en tu currículum ya no quieren saber nada de ti, aunque seas la mejor”.

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La madre, Marta Zambudio, conocida activista en la defensa por los derechos de todo el sector Est de Girona, mira, escucha e interviene poco. Con mezcla de orgullo y rabia, siente como su familia desgrana una realidad que pasa en la Font de la Pólvora de Girona, pero que se repite en todos los valles gitanos de las comarcas gerundenses. Marta es paya. No obstante, el pueblo gitano es el suyo. Desde que se casó con Lolo, la familia de los Hernández Amador es la suya. “Esto es mi casa. Son mi gente. Es mi pueblo. Y todos somos gerundenses. No es más gerundense alguien que viva en el Barri Vell que alguien nacido en Font de la Pólvora.”

Lola explica más cosas. “Hoy muchas tradiciones se están perdiendo. Solo unos cuántos lo mantienen”. Ella misma pidió a su abuela que le enseñara a hacer cestos de mimbre, lo que siempre había hecho la familia. Con diecisiete años, se le ilumina la cara cuando lo explica con orgullo: “Nos decían los canasteros, porque éramos nómadas que parábamos al lado de los ríos para coger mimbre y hacer cestos que vendíamos a los mercados de los pueblos donde parábamos”. Habla en primera persona como si ella hubiera vivido la vida de sus abuelos. La tradición oral del pueblo gitano es fuerte y sólida. Emocionada, continúa: “Unos hacían cestos, otros eran lateros. Todos los gitanos catalanes eran nómadas, iban de un lugar al otro”. Y Lolo añade: “Mis padres cuando no hacían cestos trataban con caballos, compraban y vendían. Era una vida perfecta. El techo era el cielo. No vivían en un lugar concreto, vivían en el mundo”.

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La Font de la Pólvora, estigmatizada

Girona, los gerundenses, no conocen la Font de la Pólvora. Como explica Jaume Sanabras, presidente de la Fundación Girona Est, el barrio entero es un espacio precioso, un rincón privilegiado del municipio. Pero es una de las zonas más estigmatizadas del país. Los gerundenses solo conocen del sector lo que dicen los diarios y las conversaciones de bar: los problemas con la luz, las plantaciones domésticas de cannabis y poca cosa más. Nadie sube hasta el sector Est por miedo a que le roben la cartera o las ruedas del coche. Sanabras admite que, aparte de dar oportunidades a las nuevas generaciones, la vocación de la fundación es la de acercar el barrio a la ciudad y la ciudad al barrio, a través de acciones concretas. “El entorno al sector Est es ideal para el deporte y el ocio al aire libre. Font de la Pólvora es la puerta gerundense a Les Gavarres”. Desde hace ya un tiempo, Sanabras y su equipo promueven, entre otros proyectos, el deporte y la cultura entre los más jóvenes del sector y, desde hace poco, un programa de mentoraje pedagógico. “Es un trabajo de fondo. Hasta de aquí a treinta años no veremos los efectos reales”.

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Único regidor gitano

Que la presencia del pueble gitano en las comarcas gerundenses recoge una historia de alrededor de seiscientos años lo defiende Joselín. José Castellón es el primero, y de momento único regidor de etnia gitana de la demarcación de Girona. Joselín, como todo el mundo lo llama, es un personaje conocido en el barrio de los gitanos de Figueres, Sant Joan. Explica que en 1425, cuando el Magnánimo concedió el salvoconducto a Juan el egipciano, unos cuantos gitanos ya se quedaron en Figueres. El Garrigal, Els Caputxins, el Firal dels burros y la Plaça del Gra de la capital ampurdanesa están estrechamente asociados a la memoria del tránsito, al sedentarismo que hizo este pueble nómada. Juan Borja, el Tio Cuco, uno de los patriarcas más respetados en el barrio, es de los últimos andarríos que recuerda la vida trajinera. Como otras familias de la comarca, poco a poco fueron adoptando las costumbres de los caseros, aquellos que anhelaban vivir en una construcción de obra más que en una carreta o a cielo raso.

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Joselín tiene muy claros algunos de los retos que hay que encarar para facilitar la vida futura de los más jóvenes. Detalla que la escuela del barrio, la Pous i Pagès, antes era un espacio integrador y diverso. Daban clase gitanos y payos en buena convivencia. Ahora, asegura, solo acuden gitanos, que no tratan desde pequeños con jóvenes de otras culturas. “¿Qué se encuentran cuando llegan al instituto? Que el contraste es muy bestia. Solo conocen la cultura y las costumbres gitanas, y tienen que intentar sobrevivir en un espacio de hábitos que desconocen. Es muy sencillo relacionarse con quien conoces. Así que vuelven a buscar el refugio del barrio”. El reto es enorme. “Si perdemos las raíces, dejamos de ser gitanos”, dice. “¿Cómo conservar las raíces y al mismo tiempo sentir que formamos parte de la misma ciudad que los payos?”

Joselín y los compañeros que ha convocado para explicarse reconocen otro reto importante. “Los jóvenes gitanos se casan muy jóvenes. Y enseguida llegan chiquillos. En vez de estudiar optan por buscar trabajo. A menudo, por carencia de formación, lo buscan en el entorno conocido por la familia: los mercados ambulantes. Pero los mercados dan para lo que dan. Las paradas cada vez son más pequeñas porque se las tienen que repartir con los padres y hermanos. Los ayuntamientos no amplían los mercados. Antes había la alternativa de la chatarra. Aun así, ahora a las empresas que tienen que deshacerse de lo que no quieren, se les pide un certificado medioambiental que solo pueden dar empresas cualificadas. Es un desastre. Nos cierran todas las puertas.”

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Los reunidos admiten, como por desgracia ya habían admitido los parientes de Font de la Pólvora, que existe un profundo racismo en la demarcación. Si una familia gitana entra en una tienda a comprar, la seguridad privada no les quita los ojos de encima. Solo porque son gitanos ya se presupone su tendencia delictiva. Un tópico que condiciona todo un universo relacional.

Respeto por los abuelos

A pesar de que esta estigmatización continúa, Juan Doya, nieto del famoso gitano de Figueres pintado por Dalí, afirma que prefiere la ley gitana a las costumbres de los payos. “Somos más nobles, con más valores. No aparcamos a la gente mayor en una residencia, como hacen los payos. Los tratamos con dignidad en casa. Este respeto pasa de padres a hijos. Los payos esto lo han perdido hace tiempo.”

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La terquedad de un pueblo, de una etnia, para sobrevivir más allá de la estigmatización, la persecución sistemática y los continuos intentos de exterminio, toman entre los gitanos gerundenses un matiz épico. Una nueva hornada de jóvenes insiste en romper tópicos, revirtiendo su formación en beneficio de su pueblo; volviendo al lugar donde han nacido para ejercer una profesión aprendida fuera de los barrios estigmatizados. Usando la memoria cultural de los más viejos como palanca de cambio y de reivindicación, muchos divisan una brizna de esperanza. Como decía Lola: “Yo un día quiero ser alcaldesa de Girona. La primera alcaldesa gitana gerundense.”

Mientras tanto, continúa sonando Sicus: “Soy, soy, soy gitano catalán”.