Primeros casos de rusofobia en Catalunya por la guerra en Ucrania

La comunidad rusa denuncia que empieza a sentirse estigmatizada

BarcelonaEl dibujo de una matrioska enorme decora la persiana exterior del local, así que se ve a leguas que se trata de un restaurante ruso. Su propietaria, Genia Petrova, una rusa de rasgos claramente eslavos, admite que tiene miedo de que un desaprensivo ataque el local o entre y forme un escándalo ante toda la clientela. De momento ya ha recibido alguna llamada desagradable, la han insultado en las redes sociales y, lo que le ha hecho más daño, alguien que nunca ha pisado su restaurante ha puesto una reseña negativa en Google sobre el establecimiento. La comunidad rusa en Catalunya teme una ola de rusofobia a raíz de la invasión de Ucrania ordenada por Vladímir Putin. Ellos, aseguran, están en contra de la guerra y no son responsables de lo que haga el gobierno de su país.

Petrova abrió el restaurante Ekaterina, situado en el Eixample de Barcelona, hace cinco años y medio, a pesar de que ya hace dos décadas que vive en España. Vino muy joven, con 20 años. El restaurante es un lugar acogedor, decorado de manera clásica, con una bonita luz de lágrimas en el centro, paredes con espejos y pinturas que parecen hechas al óleo. En el exterior del local, Petrova ha puesto una pizarra muy visible que dice: “Restaurante ruso. ¡Contra la guerra! ¡Stop Putin!” Y, por si quedaba alguna duda, en la puerta del restaurante también ha enganchado cuatro carteles de la medida de un folio con lemas del tipo “Estamos con Ucrania”.

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“Quien calla consiente”, dice Petrova para justificar que haya colocado carteles contra la guerra por todas partes. Durante los últimos días la han invadido sentimientos de todo tipo: de culpa profunda, de vergüenza, de dolor… “Ser rusa no es sinónimo de estar con Putin. No quiero que nos estigmaticen. Hablo en nombre de muchos rusos que vivimos aquí”, asegura. Aun así, ya ha notado el efecto del conflicto en su negocio. La clientela ha caído en picado desde que empezó la guerra el jueves de la semana pasada. Según Petrova, a la hora de comer todas las mesas del restaurante siempre estaban llenas. Este jueves a las dos del mediodía solo tenía tres ocupadas.

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“Paseábamos por aquí, hemos visto el restaurante y hemos entrado. ¿Qué culpa tienen los rusos de aquí? No tiene lógica hacer boicot”, opinaban Víctor Mier y María García, una pareja que estaba sentada en una de las mesas esperando que la camarera les sirviera el segundo plato. Habían pedido filete ruso, como se podía esperar. Aun así, en el menú del restaurante también hay platos de Ucrania. “Yo cocino la comida que comía durante mi infancia, cuando todavía existía la Unión Soviética”, justifica Petrova. Ahora tiene previsto incluir en la carta un plato solidario: el borsx, una sopa típica ucraniana en base de caldo de ternera y remolacha. Parte de los beneficios que obtenga los destinará a una organización humanitaria que ayude a las víctimas de la guerra.

El rector de la iglesia ortodoxa rusa del barrio de Vallcarca de Barcelona, Serafín Pávlov, explica por teléfono que sus feligreses también han notado ya una cierta rusofobia. Nada grave de momento, “gracias a Dios”, aclara. “Un tendero no quiso atender a una señora porque era rusa”, pone como ejemplo. “He hablado con el cónsul [de Rusia en Barcelona] y me ha dicho que lo puedo llamar a cualquier hora del día o de la noche si necesitamos ayuda”, añade. Su iglesia está a punto de cumplir veinte años y, según dice, van rusos, pero también ucranianos, bielorusos, búlgaros o griegos.

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Elmira Mirzoeva, representante de la Asociación de la Cultura Rusa ARCA, de Sant Cugat del Vallès, también expresa su inquietud. Según explica, algunos niños de origen ruso han tenido problemas con los compañeros en la escuela; porque, dice, ya se sabe cómo son los niños, a veces pueden ser muy crueles. “Algunos miembros de la asociación estamos recogiendo ayuda humanitaria a título individual”, declara para demostrar que ellos también se solidarizan con las víctimas de la guerra.

“Los rusos no somos pasivos ni psicópatas. Somos gente de paz, pero hemos pasado muchos años de miedo y de miseria. En Rusia nos pueden detener si decimos no a la guerra y allí en las prisiones se tortura a las personas”, aclara Marina Ketlerova para poner en evidencia que las cosas no son blancas o negras, hay demasiado grises. Ketlerova tiene 28 años y llegó a Barcelona hace poco más de dos, pero habla perfectamente el catalán. Es traductora y filóloga, y trabaja en una escuela de ruso. No sabe cómo afectará el conflicto a su trabajo. “Quizá ahora menos gente querrá aprender ruso”, se aventura. Tiene clara una cosa: “Los rusos tenemos que reflexionar sobre por qué nuestro país se ha convertido en lo que es ahora y tenemos que pensar qué podemos hacer”.