En 1996 el casco antiguo se quedó con 4.000 vecinos. Ahora multiplica por tres esta cifra, sobre todo por la llegada de una población inmigrante en situación precaria que vive en unas viviendas viejas y degradadas.
"¿Quién vendría a vivir al centro histórico de Lleida?"
El barrio lucha contra el estigma y la degradación de las últimas décadas
"Aquí solo puedes tirar los pisos viejos y construir nuevos”, dice uno. “¿Pero quién vendría a vivir aquí?”, responde otro. Son casi las 10 de la mañana. Jordi y Emilio han quedado para pasear por el barrio donde crecieron. Quieren mirar los cambios que se han hecho en el centro histórico de Lleida, de donde los dos marcharon hace 50 años.
Como ellos, lo hicieron miles de personas que vivían en las casas estrechas, de adobe y carrizo, que predominan todavía hoy en este barrio lleno de solares vacíos, en el regazo de la monumental Seu Vella. Uno de ellos es Joan, un gitano que anda con la ayuda de muletas por la calle Tallada, de donde se fue hace veinte años por culpa de la droga y los ruidos. En 1975 vivían aquí 13.000 personas. En 1996, no llegaban a 4.000. “Lo que genera una situación crítica es la pérdida de habitantes permanente. Esto tiene impacto directo sobre el comercio de proximidad: no hay consumidores, no hay comercio”, sintetiza Josep Maria Llop, director de Urbanisme de Lleida durante muchos años, y también de la Barcelona preolímpica. En 1987 la Universitat de Lleida (UdL) se fue del corazón del casco antiguo, situada en el convento de Roser, donde estudiaban cerca de 1.000 alumnos de derecho y letras. Fue otro golpe mortal para el barrio. “La calle Cavallers era un eje central, había tejido social, pero todo se hundió. Se perdieron todos los comercios y la sensación de seguridad, y empezó el proceso de estigmatización del barrio”, puntualiza el profesor de la UdL Joan Ganau.
“Las clases medias y bajas autóctonas iban hacia el ensanche de la ciudad. Esto generó vivienda de bajo coste, y fue donde las sucesivas oleadas migratorias fueron a parar. Si no eres capaz de revertir estos procesos, en cada proceso migratorio se repetirá lo mismo”, argumenta el regidor de Ciutat y Cultura, Jaume Rutllant.
Uno de los que no se fue fue Josep Maria, que regenta una tienda en la plaza de la Ereta: “A medida que la gente se jubilaba, los hijos no seguían el negocio. Cuando me toque a mí, seguramente cerraremos”. Miguel, José y Antonio también se resisten, pero no por voluntad propia. “No podemos irnos, si no, no estaríamos aquí”, apuntan estos tres gitanos de tres generaciones diferentes que viven en el bloque de edificios Grup del Pla, una construcción franquista convertida en un apretado enjambre de pisos minúsculos “lleno de prostitutas”.
Un centro muy grande
El casco antiguo de Lleida dobla la superficie del de Tarragona y triplica el de Girona. La despoblación hizo que, a mediados de los años 90, en los cerca de 1.200 edificios que había vivieran tres personas de media, explica Llop. Esto, juntamente a la degradación del espacio por el tipo de construcción empleada, agravó la situación del barrio muy deprisa. “Los edificios no se aguantaban, caían si derrocabas uno”, añade Ganau, que apunta que al principio de siglo empezaron a llegar miles de inmigrantes –en 10 años, Lleida recibió 26.000–. Muchos de ellos se instalaron en el centro porque era el lugar más barato. “Es un melting pot, todo el mundo que no puede pagar una casa acaba aquí”, remata Ganau. Hasta el punto que un 40% de los habitantes del barrio recibe algún tipo de atención de los servicios sociales.
La población autóctona de toda la vida, donde había una bolsa importante de gitanos, pasó a ser minoritaria, lo que transformó la morfología del barrio. “El comercio que hay es para esta población, gente del norte de África. Todo el mundo se queja de que no hay carnicerías, verdulerias... No es cierto, hay, pero no las ven porque no las sienten suyas, son de los otros”, dice la regidora de barrio, Montse Pifarré, que reconoce que es una área con “economía sumergida, consumo de droga en la calle y donde la prostitución es visible”. Lo certifica Federico, un barrendero que lleva 14 años trabajando ahí. “Yo bajo la cabeza y salgo adelante; la policía pasa pero no hace nada, porque al menos aquí los tienen controlados y no se esparcen por la ciudad”, relata.
Por la tarde, centenares de vecinos, la mayoría subsaharianos y magrebíes, se reúnen en la plaza del Dipòsit, punto neurálgico de la actividad. Manteros, drogas, alguna cerveza, tabaco, pero sobre todo gente sin trabajo que pasa el rato hablando. Como Lafdil, un marroquí aterrizado en 1995 en Lleida. Después de pasar unos años en Olesa de Montserrat, volvió al Segrià: “Estamos mucho peor; si no tienes papeles, no puedes trabajar. Antes podías ir a cosechar fruta”. Precisamente, a esto se agarra Cristina Armengol, comerciante y presidenta de la Asociación de Vecinos: “Están en un lugar equivocado, aquí no hay cerezos ni melocotoneros. No hay trabajo”.
A pesar de que los sucesivos ayuntamientos han hecho varias actuaciones, instalando equipaciones, el barrio sufre una estigmatización gigante. “Nadie se atreve a venir: la gente, para ir de la zona alta al carrer Major [el eje comercial de la ciudad en el perímetro del casco antiguo], da la vuelta. Se tiene que conseguir un flujo de gente”, dice Armengol. “Aquí hay tráfico de drogas y prostitución, pero no hay tensiones en el espacio público, no hay conflicto”, puntualiza Llop, que sigue viviendo en el barrio y lucha contra la estigmatización. “El paisaje es deprimente y esto hace que no sea un barrio atractivo para la gente joven, pero no es peligroso”, remacha desde el balcó de su estudio Gaspar, un escultor que trabaja en la calle Cavallers. Abril, de 19 años, es una de las excepciones, se ha instalado aquí porque “es barato y está en el centro”, a pesar de que “con familia” no viviría aquí porque “hay mucha droga”. Algunas jeringuillas en el suelo, cerca del antiguo callo judío, le dan la razón.
Hay robos, como le pasó a la mujer de Joseph, un nigeriano que custodia una peluquería familiar en medio del barrio, pero son hurtos sin violencia, como los que hay ciento cincuenta metros más allá, en el carrer Major, por donde pasea media ciudad con total tranquilidad.
“No pedimos que se expulse a nadie, queremos socializar el barrio, educadores en la calle, personal sociosanitario. Hay muchos niños no escolarizados y nadie hace nada”, dice Txema Muñoz, de la plataforma Pla de l’Aigua, que considera que la mala situación del casco antiguo es fruto de una “decisión política”. Y apunta a “la especulación”. “Una parte importante de los edificios pertenecen a dos personas ligadas al anterior Ayuntamiento. Invirtieron pensando que se revalorizaría y no pasó”, admite la regidora Pifarré. “Compraban pisos viejos, los alquilaban y facilitaban el efecto piso patera, pero no fue una especulación”, corrige Llop, que apunta como objetivo hacer vivienda accesible para parejas jóvenes e inmigrantes: 500 pisos de alquiler en 8 años para asentar a 2.000 personas. Una colaboración entre el sector privado y la Paeria que garantice que se paguen los alquileres. “Independientemente de su clase social, la gente tiene que poder seguir viviendo en el centro. Pero para acabar con la segregación, tiene que haber mezcla social”, dice Rutllant. “Es un barrio bonito, atractivo. Es un casco antiguo, a los pies de la Seu Vella, tiene un potencial muy grande”, sentencia Pifarré.