Entre partículas y metáforas

Tanto las partículas que forman los dedos que han tecleado estas palabras como las de los dedos que las deslizan en la pantalla que tienes delante existían hace 13.800 millones de años (billonésima de segundo arriba, bilionésima de segundo abajo). Sólo estaban organizadas de otra forma. El proceso de recombinación que han experimentado para dar lugar a algo capaz de pensar en sí mismos para escribirlo ya algo capaz de leer sobre sí mismos para pensar en él, tal y como está ocurriendo ahora a través de este texto, es un misterio. En ideas como ésta hace pensar la película Superradiance, de los artistas Memo Atken y Katie Peyton Hofstadter, que recientemente inauguró el programa Ciencia radical en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, un proyecto cultural que propone una reflexión sobre la ciencia de frontera actual a través de miradas de diversas disciplinas.
Aunque el misterio de la reorganización de partículas elementales en seres conscientes es profundo, no es único. ¡Suerte! Porque sin misterio no habría nada. Ni ciencia ni poesía. Ni música ni cine. El misterio es el motor de cualquier actividad humana, ya sea artística o científica, y el combustible que lo hace funcionar todo es la imaginación. Cuando el misterio y la imaginación coinciden, uno de los resultados que puede salir de ellos es un tipo de investigación científica que busca las causas fundamentales de los fenómenos, que no hace concesiones al pragmatismo, pero se alimenta de la creatividad, que se arriesga y asume el fracaso como una posibilidad consustancial a los territorios desconocidos que tiene la vocación de exp. Sale, pues, una actividad que bien podría llamarse ciencia radical. Una ciencia que funciona en el umbral de lo que se conoce con lo que se desconoce. Una ciencia que recoge más nuevas preguntas que respuestas, la mayoría de las cuales no pueden afrontarse con el lenguaje y las herramientas propias de la ciencia. Una ciencia, por tanto, que convoca necesariamente la ética, la filosofía, la sociología o las artes visuales y la poesía.
Porque la ciencia sola no puede dar respuesta a la pregunta de cómo utilizar las herramientas de edición genética. ¿Sólo para curar enfermedades o para mejorar capacidades humanas como la fuerza o la inteligencia? ¿Pueden estas herramientas dar lugar a dos clases —o, si se aplican durante suficiente tiempo, especies— de personas, las editadas y las originales? La ciencia sola tampoco puede interpretar una posible observación del origen del Universo. ¿Qué descubriremos si los detectores de ondas gravitatorias nos permiten observar al Big Bang? ¿Es lo realmente el origen del espacio y del tiempo y de todas las cosas que ha concebido la mente humana y las que todavía no?
Por todo esto y porque, tal y como lo decía el añorado Jorge Wagensberg, "la naturaleza no entiende, de disciplinas ni planes de estudio", el programa Ciencia radical pone en diálogo científicos con economistas, escritores o historiadores. Estructurado en cuatro blogs dedicados a la biomedicina, la física cuántica, la exploración del cosmos y la transición energética, este proyecto está construido a partir de debates con la presencia del escritor Jorge Volpi; el descubridor del primer exoplaneta, Didier Queloz; el experto en energía y autor de cabecera de Bill Gates, Vaclav Smil; la historiadora del negacionismo climático, Naomi Oreskes; o la directora del Instituto Carl Sagan para el Estudio de la Vida en el Universo, Nathalie Cabrol.
Además de requerir una mirada amplia, la ciencia de frontera es una grandiosa fábrica de metáforas —de hecho, la ciencia es quizás la metáfora más sofisticada que ha dado la mente humana—. La investigación científica radical intenta decir el mundo con su propio lenguaje, un lenguaje construido a base de errores, imaginación matemática y voluntad de trascendencia, pero que no tiene por qué ser el lenguaje del mundo. Es un problema parecido al que tienen los poetas o los cineastas, que deben explicar con palabras o imágenes externas qué diantre ocurre, en el interior de esos grumos de partículas que somos los seres humanos. Y este desencajamiento entre el lenguaje y el objeto de estudio abre un espacio hecho de intuiciones, de sustituciones que no acaban de ser exactas, de balbuceos intelectuales y metáforas atrevidas. Cuando alguna de estas tentativas alcanza una mayor precisión de la cuenta y existe una correspondencia entre lenguaje y objeto que va más allá de lo habitual, aunque sea momentánea o, incluso, intuida, es cuando aparece la estética, ese clic tan placentero de una caja bien hecha al cerrarse, que decía David Foster Wallace.
Por todo esto el programa Ciencia radical también explora esta dimensión estética de la investigación científica de frontera. Lo hace con una muestra de obras integradas en el programa de debates y comisariada por Irma Vilà, con una serie de residencias poéticas comisariadas por Joan Duran —los poetas Pol Vouillamoz, Lluís Calvo, Mireia Casanyes y Anna Aguilar-Amat se infiltrarán en cuatro centros de investigación catalanes y transformarán la experiencia en poas y en transformarán la experiencia en poes en poes.
En este aspecto, el programa también es radical. O de frontera. O experimental, si se mira con la óptica del compositor John Cage, quien decía que un experimento es un proceso del que no se puede prever el resultado. Efectivamente, no sabemos qué saldrá de estas residencias poéticas, ni de los senderos creativos que seguirán los artistas Pablo Barquín y Anna Díaz de Hamill Industries. Es todo un gran experimento cultural con la decidida vocación de ayudar a entender de la manera más completa posible la ciencia de frontera actual y cómo puede reconfigurar el mundo de aquí al 2050. Y, también, de hacer valer el conocimiento científico en una época en la que proliferan las falsedades interesadas, los mensajes de odio, la polarización. El mundo de hoy es tan complejo que sólo con una mirada amplia y una búsqueda radical se puede quitar el entramado.