"Le has malacostumbrado a dormir contigo"
Convivir con los padres a ciertas edades tiene ese precio: se meten en todo lo que haces. Pero no me quejo, sin su ayuda no me hubiera atrevido nunca a tener un hijo sola
BarcelonaUn mediodía de principios de verano mi hijo Ricard volvió del casal y se encontró con una sorpresa en su habitación: la cama de matrimonio en la que habíamos estado durmiendo juntos desde que lo saqué de la cuna había sido sustituida por una cama individual con sábanas y almohadas de Spiderman. “¡Uala, que guay!”, exclamó con su permanente vocecita de nariz tapada (¿algún día dejan de tener mocos los niños?). Ricard está a punto de cumplir cuatro años y su obsesión durante los últimos doce meses ha sido este superhéroe con poderes arácnidos que vive en Nueva York y que, cuando no está participando en alguna misión, trabaja de fotógrafo en un diario. Me ha hecho comprar juguetes de Spider, Legos de Spider, cuentos de Spider, camisetas, pijamas y bañadores de Spider, mochila de Spider, gorro de Spider, molde de pastel de Spider... “Mamá, iremos a Nueva York algún día?” "Sí, claro". "¿Y estará Spider?"
Ricard tiene muchas salidas de niño mayor, como eso de pedirme viajes o ir a museos, pero cuando entendió que a partir de ahora debería dormir solo, no le hizo ninguna gracia. “Mamá, ¡es que yo quiero dormir contigo!”, gruñó cuando apagué la luz y me estiré a su lado a esperar a que se durmiera. “Seguro que Spider dormía solo cuando era pequeño”, intenté convencerle, sin demasiado éxito. Cuando finalmente se durmió, me fui sigilosamente a mi habitación y me tumbé boca arriba sobre mi cama de matrimonio. "¡Por fin, toda la cama para mí sola!", pensé, extendiendo los brazos y las piernas en forma de aspa por toda la superficie durante un buen rato.
Aquella noche, sin embargo, me costó conciliar el sueño. ¿Y si se despierta y no lo oigo? Sufro una pérdida auditiva grave desde pequeña y de noche, sin los audífonos puestos, tardo bastante en oír a Ricard llorar. Hasta ese momento todas las veces que habíamos dormido separados habían sido puntuales (por estar yo enferma o con una resaca del mil) y siempre era mi madre –la abuela– quien oía primero los gritos de “Maaaami!” y se plantaba en su habitación. “Lo siento, Ricard, mamá no te oía, ya sabes que los oídos no me funcionan bien”, le consolaba yo más tarde, abrazándole fuerte. Ricard nunca me lo ha reprochado, que no llegue a tiempo, pero yo no puedo evitar sentirme mal, entre triste y frustrada, por no haber llegado enseguida cuando me llamaba. Y ahora que dormiríamos separados, esa sensación se repetiría constantemente.
“Si te despiertas por la noche, ¿no hace falta que grites «Mami», bajas de la cama y vienes a la mía, vale?”, le había explicado unas horas antes. Obviamente, aquello no ocurrió aquella noche, ni la primera, ni la segunda, ni la tercera... pero sí en la cuarta, o en la quinta, y ahora Ricard aparece cada madrugada en mi habitación, sube a mi cama y se acurruca como un gato a mi lado. “Le has malacostumbrado a dormir contigo, esto en nuestra época era impensable”, me riñen mis padres, incapaces de entender que el principal motivo de dormir juntos es mi angustia de no oírlo cuando llora. Convivir con los padres a ciertas edades tiene ese precio: se meten en todo lo que haces. Pero no me quejo. Sin su ayuda nunca me hubiera atrevido a tener un hijo sola.
La jugada que salió bien
“Vosotros queréis tener un nieto y yo quiero tener un hijo, ¿no? ¡Pues ya tengo la solución!”, les dije el día que tomé la decisión. Recuerdo que era justo pasado Navidad y mis hermanos y yo habíamos salido de excursión por los alrededores. Ambos habían roto con sus parejas hacía poco, así que las posibilidades de que tuvieran hijos habían caído en picado. “Pues lo tendré yo”, les dije –castillo de Burriac al fondo– en una especie de revelación. Acababa de cumplir 39 años y tenía muchas amigas casadas que habían tenido hijos con reproducción asistida, así que estaba familiarizada con el proceso y no me daba miedo. De repente, me sentí totalmente capaz de ser madre sola. La pareja ya vendría. O no.
La jugada me salió bien. Cada mañana me levanto con la carita de Ricard durmiendo a mi lado y pienso como soy de afortunada. Me encanta que me robe la almohada, que me busque con sus bracitos en la oscuridad, que me sacuda los hombros en el hipotético caso que se despierte antes que yo. “¡A desayunar!”, me llama impaciente. Y correremos hacia la cocina a comer galletas, o, con un poco de suerte, una ensaimada que habrá traído la abuela.