Núria Beltran: "Estas situaciones las gestiona otro y no unos padres de 63 años"
Economista y madre de una chica y un chico de 25 años, nacidos en Rusia y adoptados cuando tenían 20 meses. Es miembro de la Asociación de Familias Afectadas por el Síndrome Alcohólico Fetal (AFASAF) y publica un libro estremecedor, 'Síndrome de alcoholismo fetal. Lo que hemos aprendido de esta discapacidad tan poco conocida y cada vez más presente en nuestra sociedad' (Eumo Editorial)
BarcelonaMi hija Dària es una chica joven, cuida mucho su aspecto y le gusta saber que va guapa y que no pasa desapercibida. Desde hace siete meses vive en una residencia para jóvenes con trastornos de conducta, donde realiza muchas actividades artísticas y terapéuticas. Allí se ha enamorado.
¿Cuántos cambios.
— Es una chica alegre y de buen corazón, con sentido del humor y cuando está tranquila es un encanto. Ahora está experimentando algo parecido a su emancipación. Viene a casa los fines de semana, si le apetece: por ejemplo, el pasado fin de semana, como su novio se quedaba y el domingo por la tarde su grupo de la residencia tenía salida a la discoteca, ya nos dijo que prefería no venir. A veces me llama cuando tiene algo que le preocupa o que le ha contrariado, para saber mi opinión o para desahogarse. Ahora está más cariñosa con nosotros que cuando vivía en casa, donde teníamos un conflicto tras otro.
Daria sufre TEAF. Explícamelo.
— Denominamos trastornos del espectro alcohólico fetal a los efectos perceptibles del daño permanente e irreversible que el alcohol ha causado en el cerebro y el cuerpo del feto en formación. Es una discapacidad muy compleja y afecta de forma diferente a cada persona. Para entendernos, si echamos ácido en un trozo de mármol, lo quema y deja un surco rugoso. El mal está hecho y ya no lo sacarás nunca. El daño es irreversible.
Qué duro, eso que dices.
Les podemos dar medicaciones que alivian sus síntomas y ahora, por ejemplo, en una reciente investigación del Hospital del Mar están hablando de una sustancia que puede ayudar a tener mejor memoria a corto plazo, pero siempre hablamos de paliar los síntomas, no de curar el síndrome. También es verdad que si una criatura, gracias a la medicación, puede estar más calmada y atenta podrá seguir mejor en la escuela y mejorar las expectativas de futuro desarrollo. En el caso de un adulto, si la medicación le permite recordar las cosas que debe hacer en la rutina diaria, esto ayuda.
¿Cómo era tu hija cuando era pequeña?
— No podía parar quieta, era muy disruptiva, hiperactiva y se ponía en peligro. Desde siempre le cuesta dormir. Siempre ha tenido falta de control de impulsos -cuando se enoja, cuando quiere algo, cuando se asusta-, dificultades de aprendizaje... Ha visto con frustración cómo aprende y desaprende cosas ya aprendidas.
Debía de ser terrible para ella la experiencia de ir a la escuela.
— También tiene diferencias de percepción sensorial como un olfato extraordinario, problemas para procesar las luces de noche, desregulación térmica, hipersensibilidad intermitente a la luz, al tacto, etcétera. Tiene dificultades para entender cuándo le hablan deprisa y le cuesta entender conceptos abstractos como el paso del tiempo, el valor del dinero o el sentido de la propiedad. Ella y la mayoría de afectados son ingenuos y manipulables.
¿Cómo fue la adolescencia?
— Nos ocurrieron tantas cosas. Pedimos entrar en el programa de respiros familiares de la Diputación de Barcelona, pero vimos que no era el adecuado a nuestro caso. Intentamos tener algún período de calma apuntándola a colonias, pero no funcionó. Encontramos un centro privado residencial y taller ocupacional donde pudo realizar estancias, cuando ya no podíamos más.
No puedo imaginar cómo sería la convivencia familiar.
— Era un importante desgaste. Con muchos conflictos e incidentes. Mi marido y yo llegamos a sufrir problemas de salud y concentración en el trabajo. Sin embargo, la mantuvimos muy tutelada, con mucho apoyo psicoterapéutico para ella y para nosotros.
Explícame una situación que le haya hecho reír.
Días atrás nos explicó que había reprochado a una compañera de residencia ser una llorona. La compañera sabía que ella adora a su abuela y le hizo un comentario desagradable que consideró un insulto. Daria nos contaba con mucha gracia cómo le subió la rabia al cuerpo y se lanzó furibunda para atacar a la compañera. La educadora quiso evitar el ataque y ambas acabaron por el suelo. Contado por mi hija fue muy gracioso y nos reímos, pero tiene gracia porque ahora estas situaciones las gestiona otro y no unos padres de 63 años.