Alfred Hitchcock, el mejor profesor de cine de la historia

Al inicio de Mi nombre es Alfred Hitchcock (traducción torpe de My name is Alfred Hitchcock; sería mejor Me llamo Alfred Hitchcock) se nos indica que la película ha sido escrita y narrada por el director en persona. Algo extraño, teniendo en cuenta que hace más de cuarenta años que murió, como su (?) voz nos recuerda al principio del filme. Evidentemente, se trata de una trampa, una licencia-mentira que juega con los límites de la autenticidad y verosimilitud que se presupone al género documental. La voz de este narrador poco fiable es, en realidad, la del actor Alistair McGowan, que imita la entonación flemática del director de Psicosis para crear una capa de retórica que filtra el análisis formal y temático que realiza Mark Cousins, crítico y divulgador que ha dedicado buena parte de su trayectoria a animarnos porque miramos con atención y entusiasmo todo lo que la historia del cine nos puede ofrecer.

Durante dos horas, Mi nombre es Alfred Hitchcock nos deleita mostrándonos secuencias y fragmentos de toda la filmografía hitchcockiana, desde la etapa muda hasta el último plano de su última pel·lícula, La trama, y al distanciar las imágenes del relato que las contiene permite que nos fijemos en el inabarcable abanico de ideas que despliega su puesta en escena, ya sea haciéndonos entrar en una habitación con la cámara, haciendo malabarismos con los colores, la luz y las sombras, o transfigurando del rostro de actores y actrices una epifanía expresiva. Sin embargo, la película presenta dos problemas: Cousins es un analista audaz, pero no un creador particularmente audaz, ya su ensayo audiovisual carece de métrica y rimas para conseguir entidad fílmica. Por otra parte, cuando se manipulan algunas de las imágenes más memorables que ha dado el cine, resulta imprudente intercalar planes de cosecha propia, que caen como manchas de vulgaridad en un flujo de lo sublime.