San Jorge y las palabras de amor
Según Simone Weil, no sabemos lo que podemos llegar a sentir con el amor porque el amor no nos llena, sino que nos vacía
En La carrera del libertino, una de las óperas más convencionales de Ígor Stravinski, encontramos un momento angustioso. Tom Rakewell quiere iniciarse en una nueva vida llena de excesos. Seducido por la sombra alargada del diablo, responde a varias cuestiones sobre la belleza y el placer hasta que llega una pregunta que le deja petrificado. El diablo le pide qué es el amor y Tom exclama “¡El amor! Esa palabra admirable es como un carbón encendido. Me abrasa los labios, me infunde temor en el alma”. Rakewell debería poder ofrecer una definición del amor, pero se queda enmudecido. No sabe cómo aislar su esencia, abarcar sus matices. Algo se lo impide. Es entonces cuando se da cuenta de que tenemos un problema con el amor: la palabra es como un carbón que nos quema los labios cuando queremos decir qué es.
El amor es un cúmulo de sensaciones y sentimientos que, si alguna vez nadie nos pregunta, tendemos a identificar fácilmente. Es como una pasión que nos arrastra, es como la imagen del niño ciego que lanza caprichoso sus flechas, es como el fuego, como cualquiera de esas cosas que habitualmente nos decimos para decir lo que nos ocurre cuando estamos enamorados. Sin embargo, si nos preguntan directamente qué es el amor y nos invitan a verbalizarlo en una fórmula fija e inmutable, lo más probable es que nos quedemos tan paralizados como Tom Rakewell. Es una situación paradójica, pero muy general. Podemos no saber definir qué es lo que sentimos cuando sentimos esa intranquilidad especial que provoca el contacto o el recuerdo de otra persona. Y, sin embargo, nunca tenemos suficiente: queremos saber qué nos pasa, poner en palabras lo que sentimos, decirnos a nosotros mismos –para que exista– “esto es amor” o “estoy enamorado de alguien”.
Como dice Agustín García Calvo, este instante de la palabra lo cambia todo: la fuerza de ese sentimiento indefinido que parecía de otro mundo, que podía significar incluso una amenaza para nuestra vida, queda finalmente encarcelado en una especie de prisión tranquilizadora. Es una experiencia muy cercana a la que podemos sentir cuando decimos “te quiero”. Lo decimos porque queremos ajustarnos a una emoción que supuestamente sentimos. Decimos "te quiero" porque parece que el corazón nos lo pide. De repente, nuestro interior se convierte en un criptograma legible; contemplamos nuestros impulsos o deseos como una evidencia casi científica; creemos que podemos acompañar a nuestras emociones amorosas, comprimirlas en el marco de una fórmula mágica, encajarlas en el mundo fabuloso de las palabras. Decimos “te quiero”, pero es evidente que lo que intentamos verbalizar nunca puede contener ni acercarse a lo que sentimos, como si lo que nos ocurre nunca pudiera reducirse a dos palabras armonizadas, un bloque granítico de sentimientos perfectamente cortado de una sola prenda.
En el fondo, hay algo escurridizo en la naturaleza del amor: un punto de resistencia extremo a la palabra, como si cualquier palabra sobre el amor implicara a su vez su destrucción. Sin embargo, el amor es palabra. Una de las máximas de François de la Rochefoucauld nos lo recuerda: “Hay personas que nunca se hubieran enamorado si no hubieran oído hablar del amor”. Cuando estamos enamorados, ¿no reproducimos de forma mimética toda una serie de representaciones o formas amorosas que ya han sido moduladas? ¿Quién puede crear una historia de amor que no encaje con las historias previas que nos obligan a enamorarnos de la forma en que lo hacemos? ¿Qué gramática habría que inventar para taladrarlas?
En un intercambio epistolar, Simone Weil nos habla de cómo una alumna suya le confiesa que está profundamente enamorada. Cree que ha encontrado el amor de su vida y quiere conocer el parecer de su maestra. Sin embargo, Weil siente que no tiene ningún consejo para darle, ninguna recomendación sobre qué hacer cuando el amor irrumpe en nuestras vidas. Se queda paralizada como Tom Rakewell. Pero su narrativa es muy distinta a la del protagonista de la ópera de Stravinski. Según Weil, no sabemos lo que podemos llegar a sentir con el amor porque el amor no nos llena, sino que nos vacía. No sabemos qué podemos ganar porque cuando amamos siempre perdemos. No sabemos qué puede llevarnos el amor, porque el amor nos obliga a salir de nosotros mismos. Weil sabe que no hay ninguna palabra aleccionadora sobre el amor porque el amor no se elige, sino que nos diluye en medio de la noche: una noche impenetrable a cualquier palabra, pero que podemos frotar con la punta de los dedos y aprender a nombrar, con un poco de suerte, cómo se aprenden las palabras en un idioma que no es el nuestro.
Nemrod Carrasco
Doctor en filosofía y profesor titular en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Barcelona. También es asesor filosófico de la serie 'Merlí'