Entrevista

Patrick Radden Keefe: “Cuando el resto de instituciones fallan, nos queda el periodismo para explicar la verdad”

Mientras el mundo estaba confinado por el coronavirus, el periodista y escritor Patrick Radden Keefe (Dorchester, 1976) aprovechaba el tiempo para dar forma a su último libro, El imperio del dolor (Periscopi / Reservoir Dogs, 2021), un extenso trabajo de investigación sobre la dinastía Sackler, una de las grandes fortunas de Estados Unidos, el apellido de los cuales ha decorado durante años las paredes de grandes instituciones culturales y universitarias como el Museo del Louvre, el Metropolitan Museum y la Universidad de Harvard. Más allá de su actividad filantrópica, son también los propietarios de Purdue Pharma, la compañía farmacéutica que comercializó OxyContin, el fármaco responsable de la crisis de los opioides en Estados Unidos, que ya ha causado medio millón de muertes y más de dos millones de adictos. Los Sackler promocionaron su fármaco como tratamiento para el dolor no solo oncológico, sino también para dolores leves como la migraña y el dolor de espalda, y escondieron deliberadamente su potencial adictivo. Todo ello con agresivas técnicas de marketing y con la connivencia de médicos, funcionarios y abogados.

A diferencia de su anterior libro, el premiado No digas nada, Keefe se adentra ahora en una historia que le toca más de cerca: “El libro tiene que ver con un entorno elitista del cual yo soy producto”, reconoce. La semilla del libro es un artículo que publicó en 2017 en la revista The New Yorker , donde trabaja, y si bien ya hay otros libros sobre la crisis de los opioides que explican, sobre todo, el relato de las víctimas, Radden Keefe opta por poner el foco en los orígenes de la dinastía Sackler. El resultado es una historia de avaricia y de ambición de una familia que intentó activamente impedir que este libro se escribiera.

Ningún miembro de la familia Sackler quiso hablar con usted, pero como lector no se echa de menos porque el libro, sobre todo la parte en que explica el origen de la saga familiar, se lee como una novela y está lleno de detalles íntimos de los tres hermanos Sackler. ¿Cómo lo consiguió?

— No quería escribir este libro a menos que consiguiera esta sensación. Por lo tanto, cuando en 2017 escribí el artículo sobre la familia Sackler pensé que no haría un libro porque era imposible generar esta proximidad con ellos. Pero lo que pasó es que después de publicarse el artículo hubo gente de su círculo que se puso en contacto conmigo, como el compañero de piso de la universidad de Richard Sackler, un personaje muy importante de esta alcurnia. Él y mucha otra gente me vinieron a buscar. Además, cuando toda la documentación fue accesible [las demandas contra la farmacéutica Purdue Pharma hicieron que salieran a la luz documentos secretos] me encontré con decenas de miles de páginas disponibles para documentarme. Y esto me permitió ver los aspectos privados de la familia, como por ejemplo cómo se hablaban entre ellos. Entonces vi que podía explicar una historia más íntima.

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Comenta, sin embargo, que al final se encontró, incluso, con demasiada documentación. Solo hay que ver las notas al final del libro. ¿Cómo eligió qué documentación utilizaba y qué personajes dejaba fuera? ¿Fue lo más difícil?

— Sí que lo fue. Si hay una cosa que como lector no me gusta es tener la sensación cuando leo un libro o un artículo que el escritor se ha documentado muchísimo y que, después, lo único que me ofrece es un montón de documentos que a mí me toca discernir. No me gusta sentirme así cuando leo un libro. Tiene mucho más valor confiar en el escritor, saber que se lo ha mirado todo pero que ha elegido los elementos que tienen un sentido dentro de la historia. Fue bastante agobiante leer toda esta documentación, porque puedo llegar a ser un poco neurótico, siento que lo tengo que leer todo. Por ejemplo, uno de mis contactos me dijo que tenía cuarenta cajas de documentos y me desplacé a la ciudad donde vivía para revisar durante tres días cada documento, y al final no usé nada en el libro. Pero si no hubiera ido siempre me habría preguntado qué había en aquellas cajas.

Arthur Sackler es hijo de inmigrantes judíos de Brooklyn que construye un imperio de la nada. ¿Es la encarnación del Sueño Americano, si es que todavía existe?

— En cierto modo sí que lo es. La suya es la historia típica del hombre americano blanco hecho a sí mismo. Hombres blancos que, independientemente del origen de su familia, podían a lo largo de una vida hacer la fortuna familiar, y en este sentido sí que me parece que fue una fuente de inspiración. Es un personaje magnético, pero el legado a largo plazo que dejó fue bastante perjudicial. Pero lo mismo se podría decir de muchos americanos, de este Sueño Americano de las primeras generaciones que amasaron grandes fortunas y dejaron un legado que seguramente no era del todo limpio.

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El libro acaba antes de que lo haga la historia. Hace un mes se acordó la disolución de Purdue Pharma y los Sackler pagarán una indemnización de más de 4.000 millones de dólares, pero no asumen ninguna responsabilidad por la crisis de los opiáceos. ¿Qué opina de este final? ¿Han pagado por lo que hicieron?

— No me sorprende este final. Cuando hace más de un año estaba terminando el libro ya sabía más o menos cómo acabaría. La empresa ya no existe, y a pesar de que la familia tiene que pagar todo este dinero no admite haber hecho nada ilícito y nunca se les podrá pedir cuentas. Creo que esto no es hacer justicia, desde un punto de vista moral no es un resultado satisfactorio. Esta es una historia de impunidad, de cómo las estructuras de poder permiten a los más ricos hacer cosas espantosas y salir airosos. Por lo tanto, siempre he sabido que la historia acabaría así.

Hablando de impunidad, los Sackler actuaron con la connivencia del sistema. Fiscales y funcionarios de la Food and Drug Administration (FDA) que les persiguieron después acabaron trabajando para ellos y defendiéndoles.

— Esto explica cómo pudieron operar tantos años. Hay un subtexto que es el dinero, que lo acaba contaminando todo. Tenían un método como familia que era contratar a los representantes oficiales que dejaban el gobierno. Si tú trabajas para el gobierno y me estás investigando lo que haré es enviarte a esta persona que antes tenía tu cargo porque os conocéis, y este es un patrón que se repite. Es como si estos representantes públicos estuvieran alistados a la causa para ayudar a aislarles y protegerles. Pero lo que me fascina más de esta historia es que, en cierto modo, si tienes suficiente dinero puedes esquivar la justicia para siempre jamás. Pero no la verdad. Creo que hay un día en que tienes que pagar un precio.

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Y este precio es su reputación. Para Arthur Sackler y sus hermanos era capital dejar un legado a través de su apellido, y usaron la filantropía como vía para lograr la inmortalidad. Ahora este apellido ha caído en desgracia.

— Para Arthur Sackler el nombre lo era todo, era más importante que el dinero. Para la generación más joven es quizás cada vez menos importante, porque ellos han crecido siendo Sackler en la época en que serlo era algo grandioso. Pero, en cambio, Arthur tuvo que luchar mucho para que fuera así. Siempre fue aquel chico de Brooklyn intentando hacerse un lugar en entornos elitistas, y por eso era tan importante para él ver su nombre en lugares como el Metropolitan Museum.

Los Sackler continúan pensando que no hicieron nada mal. ¿Se han creído su propia narrativa?

— Creo que sí. Uno de los temas que más me interesan, y que conecta con mi libro anterior, No digas nada, es la negación y las historias que la gente se explica a ella misma sobre sus actos. Y en el caso de los Sackler, ellos están aislados por todos estos asesores que se dedican a decirles que tienen razón en todo. Cuando empecé a trabajar en el libro pensé: “Seguro que hay algún Sackler en algún lugar que siente un poco de culpabilidad. Un apóstata. Alguien que pueda explicar la verdad”. Estuve años buscando a esta persona, pero creo que no existe. Hay muchas cosas en las que los miembros de la familia discrepan, pero todos están de acuerdo en que son inocentes.

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¿Después de escribir el libro entiende por qué los Sackler actuaron como lo hicieron y continuaron engañando y sosteniendo que el OxyContin no creaba adicción?

— Hay algo que escribo al final del libro sobre la negación, y es que creo que si abres la puerta, ni que sea un poco, a la idea de que tú, personalmente, puedes tener una mínima responsabilidad en esta crisis que ha matado a medio millón de personas en Estados Unidos, te sentirías agobiadísimo. Es muy difícil digerir y aceptar algo así y continuar viviendo como si nada. Por lo tanto, quizás es más fácil cerrar del todo la puerta y pensar que el resto de la gente se equivoca. Todos los fiscales se equivocan, todos los periodistas que lo han seguido, todos los documentos, todas las víctimas se equivocan, los libros, los artículos, los estudios, los documentales. Se equivocan todos. En cambio, yo y los que estamos dentro de este bunker tenemos la razón. Para los Sackler es mucho más sencillo así. Evidentemente, soy muy crítico con esta actitud, pero la entiendo como tendencia humana.

Esta narrativa también se la creyó su entorno y la sociedad americana, en cierto modo, porque desde el año 1997 se conocen los efectos del OxyContin y se han escrito reportajes y libros sobre ello, pero no es hasta hace muy poco que se les ha responsabilizado a ellos públicamente. ¿Qué ha cambiado en este tiempo?

— Ha sido un cúmulo de cosas. El periodismo ha jugado un papel importantísimo en esta historia, y no solo el mío, evidentemente, hay mucha gente que me ha precedido. El periodismo es un factor, pero también lo es el activismo de la artista Nan Goldin [fotógrafa y exadicta al OxyContin que inició una campaña para que los grandes museos retiraran el nombre de los Sackler de sus instalaciones], que marcó una gran diferencia. Y también las querellas que se han interpuesto contra la empresa y contra la familia.

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Esta es una historia de avaricia. Muchas de las decisiones que tomaron los Sackler fueron para evitar perder dinero cuando expiraba la patente de sus medicamentos. ¿Cómo se puede resolver el conflicto de las patentes, que ahora vuelve a tomar relevancia con las vacunas contra el covid?

— Cuando intentaba entender por qué los Sackler se comportaban como lo hacían, la respuesta siempre eran las patentes. Al final siempre encontraba que la motivación secreta era alargar la patente. Y sí que creo que es un problema, pero no sé cuál es la mejor solución. El sistema de las patentes en sí funciona y tiene sentido. Necesitas incentivar la investigación con este derecho de exclusividad para producir un fármaco, a pesar de que, evidentemente, tiene que tener una caducidad. Y me alegro que saques el tema de las vacunas, porque por algunas de las reacciones que ha tenido el libro aquí y en EE.UU. me he sentido un poco incómodo publicándolo justamente ahora [que nos estamos vacunando contra el covid]. El libro es una crítica a las grandes farmacéuticas, a las que les mueve más el beneficio económico que el interés por la salud. Y esto lo vemos también en las vacunas. En EE.UU. se debate si se podrían levantar las patentes para que todo el mundo pueda producir versiones genéricas con las que se podría beneficiar el mundo entero, pero las compañías no lo quieren hacer. Y creo que es importante recordar las dos cosas. Por un lado, es un milagro que las farmacéuticas hayan podido crear las vacunas con la rapidez que la que lo han hecho y es de agradecer, pero por el otro, sería estúpido no reconocer que hay países donde no llega la vacuna y donde morirá gente porque acaparan la patente. No quiero ser ni demasiado crédulo y creer que son todas bondadosas, ni tan cínico para no admitir que las vacunas son importantísimas y nos las tenemos que poner.

¿Qué responsabilidad tuvieron los médicos en toda esta crisis de los opioides?

— Mucha. Ahora bien, de diferentes maneras. En un extremo había médicos que eran directamente delincuentes y que cobraron dinero para hacer recetas -y muchos acabaron en prisión-, y al otro extremo tienes médicos que trabajaban de buena fe y querían ayudar a sus pacientes. Y estos dicen: “Nos engañaron. Tenemos pacientes que tienen dolores y les quieres ayudar. Nos decían que este fármaco era seguro y que no generaba adicción”. Y entremedias están todos los grises. Otro legado muy peligroso de Arthur Sackler es esta idea que a los médicos no los puedes corromper. Pero esto no es verdad. Por lo tanto, si haces ver que los médicos son incorruptibles es mucho más fácil corromperlos.

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Hablemos del oficio del periodismo. En un momento en que las redacciones están tan condicionadas por las audiencias, por el golpe del clic, por la inmediatez... Usted tiene el lujo de poder escribir historias repuestas -dos años para hacer este libro-, y demuestra que los lectores quieren este tipo de periodismo.

— Esto espero. A mí me pasa como lector que me cuesta entrar en determinadas noticias. Pienso: “Me explicarás lo que pasó ayer y yo lo que quiero es que alguien me explique toda la historia para que yo la pueda digerir. Alguien más que ya la haya absorbido y que después me la explique entera, que entienda los personajes, y que pueda seguirla”. Como lector esto lo valoro mucho. Y como escritor creo que lo más positivo de escribir un libro así, de larga trayectoria, y también los reportajes que hago para The New Yorker , que son bastante largos, es que tienes espacio para matizar. O sea, puedes desviarte un poco del tema -no mucho porque lo importante es ir siguiendo la línea argumental-, y para mí es casi una tradición narrativa hacerlo.

Pero cuesta que los medios apuesten por textos largos, la tiranía de internet impone historias cortas.

— En The New Yorker , donde he publicado estos reportajes, existía el miedo que con la llegada de internet nadie leería artículos largos. Y después nos dimos cuenta que sí que lo hacen y que los leen en el teléfono. Nunca jamás habría dicho que la gente estaría una hora haciendo avanzar un artículo con el pulgar en el teléfono móvil. Pero lo hacen. Y lo sabemos porque tenemos estadísticas web. Nos gusta que nos expliquen historias. De pequeños una de las primeras experiencias es que nuestros padres nos expliquen un cuento en la cama. Estamos hechos así, de una forma muy profunda.

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¿Qué tiene que tener una buena historia para que le atrape como escritor y quiera investigar más?

— Ojalá tuviera una buena respuesta a esta pregunta. Cuando la veo, la reconozco. Lo que sé es que tiene que tener personajes. Siempre empiezo a partir de las personas, nunca empiezo en función del tema. No digo: “Hablaré sobre esta temática y a partir de aquí buscaré la manera”. No. Siempre empiezo con una historia personal. En este caso era la historia de esta familia tan rica, que pone su nombre en todos los museos de arte del mundo, pero que tiene un secreto, y es que su fortuna la ha generado a partir de prácticas comerciales cuestionables. Y al instante pensé: “Aquí hay una historia”. Por lo tanto, siempre es una cuestión, al menos para mí, de personas y de las decisiones que toman. Esto es lo que me atrae. Tengo un compañero, Lawrence Wright, un gran escritor de The New Yorker, que dice: “Los personajes de una historia son como un asno, y el asno tiene que ir arrastrando al lector en esta historia”.

Este libro y todos los artículos anteriores han permitido que los Sackler hayan comparecido ante la justicia. A pesar de que tenemos periodistas mal pagados y redacciones cada vez más pequeñas, ¿podemos continuar teniendo fe en el periodismo?

— Concretamente, en la historia de los Sackler si no hubiera habido periodistas cubriendo este tema no se habría sabido la verdad. El resto de instituciones fracasaron: el departamento de Justicia, la FDA... Fueron solo los periodistas y algunos médicos los que les delataron. Para mí es lo más importante en el periodismo: que explique la verdad cuando el resto de instituciones han fallado. Y no siempre es el trabajo más glamuroso del mundo. Yo, por ejemplo, no tendré una pensión cuando sea mayor. Pero continúo pensando que es el mejor oficio del mundo. Y creo que tiene un futuro y una función. En el mundo en que vivimos ahora, en que la gente cuestiona la idea de la verdad y en que todo el mundo está dentro de su burbuja de las redes sociales, creo que este tipo de periodismo es más importante que nunca.

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