La última conversación con Joan
A mí me gustaba escribirle para no molestar con el teléfono cuando sabía que las fuerzas le flaqueaban y aquella voz rotunda se agrietaba. Él prefería llamarme, el sábado o el domingo, para no molestar en el trabajo: "Tú todavía vives en el líoy yo soy un viejo", decía con la coquetería de quien ha corregido galeradas hasta el último suspiro del que definía como "el mejor de mis libros", escrito durante el confinamiento.
No fue "un joven imbécil" y se había conjurado para morir con la misma dignidad con qué había intentado vivir: “¿Sabes?, la vejez te tiene que coger leído, ¡si no puedes ser un viejo idiota! Te tienes que preparar”.
Me gustaba hacerle reír. A él, que era todo un carácter. Y en la última conversación desordenada de un sábado, hablando de las aspidistras del patio, dijo rotundo: “Cuanto más viejo me hago mayor es el desprecio que siento por mi especie”, desprecio por “la inteligencia humana, que tiene que ir acompañada de la autodestrucción”. Lo decía sin amargura, con aquella lucidez descarnada tan suya. Después habló de literatura: “¿La Ilíada? ¡La Ilíada es la Guerra Civil Española!” Y de nuestros políticos: “¿Qué concepto tienen de nosotros? ¿Cuán estúpidos creen que somos?”
El cáncer avanzaba, pero mi amigo me dijo que necesitaba un año. Había entregado el último libro, pero quería hacer unas obras para facilitar la vida de su mujer. Hasta el último momento: la poesía y el muro. Nos dejas muy solos, Joan Margarit.