Por amor, desconectamos al enfermo
Hace tiempo que pienso en ello. El otro día, a partir de la conversación con un amigo -perico y lúcido- y de unas palabras de Fran Garagarza, volví a pensar en ello. El director deportivo del Espanyol decía que ya se había salido de la UCI y que el enfermo ya estaba en planta. Siguiendo con la metáfora, no cabe duda de que después de esta aparente reavivada el enfermo volverá a la UCI: el diagnóstico es claro y el pronóstico, el peor. En esta situación, visto su sufrimiento y el de todos los que le amamos, quizás ha llegado la hora de desconectarlo y de desear que todo se acabe lo antes posible.
Nada es eterno. Todo es finito. Los seres humanos, sus instituciones, la misma especie. Incluso, y ahora no querría disgustar a nadie, las patrias. Y los clubs de fútbol. Incluso el propio fútbol. El Espanyol tiene 124 años de existencia. Podríamos dejarlo aquí. Hacer el funeral más bonito (con las imágenes del último ascenso y las palabras de Eduard de Batlle narrándolo) y despedirnos. En un adiós que no sería para siempre, sólo por un instante. Porque lo mejor que tenemos es un sentimiento que se mantendría eterno en nuestra memoria y que no necesita a unos empresarios chinos incompetentes e insensibles.
El Espanyol, nuestro Espanyol, de hecho, ya está muerto: nos lo han matado. Desconectaríamos el espectro de lo que fue. Un espectro al que nos apegamos como si fuera el objeto de nuestro amor. Porque se le parece. Porque nosotros queremos creer que hay una línea de continuidad entre lo que fue, lo que es y lo que será. Una identidad, mínima, que nos permite reconocerle. Pero sólo es una ilusión, en el peor sentido de la expresión.
No hay ningún argumento racional para pensar que al club le espera un futuro mínimamente digno. El gran objetivo de la próxima temporada es -desde el inicio y con poca solidez- quedar el cuarto por la cola. Lo más probable es que no se logre, que rompamos los ciclos de dos descensos cada muchos años (tres ciclos, seis descensos y seis ascensos inmediatos) y pasamos a ser un club de Segunda. Y, a partir de ahí, decadencia y degradación. No quiero vivirlo.
¿Y qué será de nosotros? Seguiremos amando lo que amamos: una idea, una abstracción, una identidad rebelde. Sin tener que sufrir por contingencias como el resultado de un partido. Sin disgustarnos por los jugadores que se marchan. Sin enfadarnos con una propiedad que ha logrado acabar con el club. Y, sobre todo, evitar el malvivir de un club agónico sin esperanza ni futuro alguno.