Una historia de amor
No me gusta ir al fútbol solo. Bueno, de hecho, no es que no me guste (la experiencia de la soledad en medio del ruido y la masa puede ser atractiva). Lo que no me gusta es ir sin mi hijo Oriol. Ni tampoco verme desde fuera yendo solo al campo. Pero hacía un año, tres meses y siete días que no veía en directo a mi equipo jugando en Primera División, desde aquel fatídico partido contra el Atlético de Madrid en el que el VAR se inventó un gol que nos envió a Segunda. No podía faltar. Tenía ganas de volver, y el último día del mes de agosto me fui a pasar la tarde a El Prat.
Despistado como soy, no me fijé demasiado en cuáles eran mis vecinos de gradería. El partido no podía empezar peor: minuto 4, gol del Rayo. Ya empezamos. Pero no habían pasado ni cinco minutos cuando uno de nuestros amores con fecha de caducidad marcó el empate. En nuestra portería. Mientras lo celebraba, vi a mi izquierda a una mujer joven –cercana a la treintena, calculo– sola con una camiseta del Espanyol llorando con todo el sentimiento. Le caían unas lágrimas que no se reprimía mientras seguía aplaudiendo.
Quizás porque llega un momento en el que solo asocias la tristeza profunda a la muerte o porque esa noche hacía años de la muerte de mi padre, pensé que celebraba y lloraba el gol recordando el traspaso reciente del padre o de un abuelo muy querido. Le pregunté si estaba bien. Me dijo que sí, que la perdonara, pero que hacía poco se había separado de su marido, perico como ella y con quien siempre iban juntos al campo –y a muchos desplazamientos–. Nos hicimos compañía todo el partido. Maria, pongámosle un nombre bastante genérico, es muy perica, pero solo ha conocido el campo actual, aunque, por edad, podía haber conocido, como mínimo, el de Montjuïc (con las dos Copas y la final de Glasgow). El azar la sentó a mi lado, separada por primera vez de su marido en el estadio.
Estuvimos de acuerdo en criticar a la afición del Espanyol, enamoradiza con ídolos de barro y que maltrata a futbolistas honestos con sentimiento perico. Ahora le toca recibir a Puado como antes les tocó recibir a Javi López, Víctor Sánchez e incluso David López. Hablamos de todos ellos con el amor que merecen.
Mientras tanto, el partido se iba acabando y yo, tribunero, le dije que firmaba el empate. María, no. Y tenía razón. Minuto 96 y gol de un delantero enamorado de su novia que lloró de amor ante las cámaras. Con Maria nos abrazamos como solo nos abrazamos en los campos de fútbol. Acabó el partido y me dijo que la próxima vez volvería a la localidad de mi hijo porque había estado muy bien. Le contesté que ojalá no fuera necesario. Significaría que su historia de amor aún no ha terminado.